OpiniónDomingo, 2 de febrero de 2025
Las vacaciones de ayer y de hoy, por Alfredo Gildemeister

La estación de verano definitivamente es un tiempo de vacaciones. Hace unos días, tuve que viajar al sur de Lima, y al ir pasando por las diversas playas, me vino a la memoria los veranos de mi niñez, esos veranos de playa, y digo, de verdadera playa. ¿Qué se hicieron de todas aquellas playas en donde solo existían el mar, el fuerte sol, la arena, cangrejos, lagartijas, cerros áridos a tu espalda y tú? Ahora solo veo frías construcciones, casas por doquier, algunos edificios, muros y más muros de ladrillos -incluyendo los que contienen pintas con propaganda política, bloqueando la vista al mar- y hasta invasiones con esteras, banderitas y todo los demás. ¿Dónde están mis playas?

Para comenzar con una playa cercana a Lima, teníamos “La Herradura”. Una hermosa bahía al pie del morro Solar, con algunas construcciones frente al mar como cevicherías y restaurantes, caso del legendario “Suizo” (que aún sobrevive), el “Caplina” con su inmensa piscina de agua de mar -alguna vez mis abuelos me llevaron allí de pequeño-, con el único edificio de la playa denominado “Las Gaviotas” y frente a dicho edificio, el legendario “Club Samoa” en donde las chicas en bikini abundaban y eran objeto de admiración de los muchachos y especialmente de los no tan muchachos, que solían veranear en “La Herradura”. La playa estaba prácticamente dividida en dos por un sencillo espigón de piedras, en cuyas cercanías, un 31 de enero de 1963, encallara el buque petrolero “Caplina”, a unos 120 metros de la playa. No hubo muertos ni heridos. Al parecer, la neblina de la zona fue la causa del naufragio. Cada vez que iba con mis padres y hermanos a La Herradura, veíamos al “Caplina”, escorado para la banda de estribor, verano a verano, y notábamos como poco a poco, se iba hundiendo en la arena del fondo, hasta que un verano ya no se le vio más. Recuerdo que el mar era bravo, no era un mar como el de la Costa Verde. Las olas eran inmensas y en forma de tubo por lo que no se podían correr, el mar tenía una fuerte resaca y no era nada raro que los salvavidas sacaran algún ahogado casi todas las semanas. La verdad que era una hermosa playa, con carpas a rayitas rojas para cambiarse, sol asegurado (pues el morro protegía a la playa de la neblina que venía de las playas de Villa), música de fondo proveniente de unos parlantes colgados en los postes de luz que daban la hora, etc. Los heladeros de D’Onofrio, barquilleros y vendedores de leche con Milo u “Ovaltine” helada caminaban ida y vuelta heroicamente a lo largo de las dos playas, la gente les compraba y todo el mundo era feliz.

Este paraíso terminó cuando un alcalde de Chorrillos de apellido Gutierrez, tuvo la peregrina idea de construir una pista que fuera por el borde del cerro de “La Herradura”, al pie del mar, hasta la playa que se encuentra al otro lado del cerro, llamada “La Chira”. Al parecer no se hicieron los estudios de suelos, corrientes marinas y de mareas correspondientes y en poco tiempo la arena de la playa de “La Herradura” fue literalmente cubierta por toneladas de piedras, desapareciendo la arena y la playa y de paso, los veraneantes, lo cual permitió al mar prácticamente avanzar y barrer con la playa. Fue un desastre total. La gente dejó de ir en verano a “La Herradura”, los restaurantes y cevicherías fueron quebrando, y así se mantuvo por varios años. Hoy “La Herradura” esta renaciendo de a pocos, el mar y la marea cambió por la pista de trocha abierta por el alcalde Gutierrez, por lo que los tablistas hoy pueden correr buenas olas. La playa aún está reducida a un mínimo, con sus rocas correspondienes, y se extraña la playa de antes. A “La Herradura” en mis vacaciones, mis padres me llevaban algunos días de la semana. En cambio, los fines de semana los destinábamos para una playa más lejana y tranquila al sur.

Efectivamente, los fines de semana nos íbamos a pasar el día por lo general al “León dormido”. Esta playa en el kilómetro 86 aproximadamente, estaba compuesta por una fila de diversas playas pequeñas y una larga y grande al final. Su mar no era bravo, pero merecían respeto sus grandes olas del fondo. Se entraba por un camino de trocha que aún existe y que iba a lo largo de sus playas. Hoy la carretera a interrumpido y “despertado” al león dormido, pues de alguna manera invade sus playas y parte en dos la última playa larga, al pasar la carretera a lo largo de la mitad de dicha playa. Era una playa tranquila y solitaria en donde casi no veías gente. Podías caminar por la orilla del mar, atravesando sus playitas, que incluía alguna que otra cueva.

Sin embargo, si uno quería hacer un campamento, nuestra playa ideal era el kilómetro 126, no tenía nombre la playa, solo donde quedaba. Se entraba por una inclinada trocha, desde lo alto de la carretera, ibas bajando hasta detenerte a pocos metros de la orilla, dependiendo de la dureza de la arena. Luego caminabas buenos metros hasta instalar el campamento. La playa tenía en un extremo, una hermosa isla que hasta el medio día se podía cruzar -muy parecida a la de “Puerto Viejo”, playa a la cual también asistíamos de vez en cuando- luego el mar invadía todo, impidiendo cruzar a la isla. En aquellos años dormíamos en una carpa sin piso, poníamos frazadas en el suelo de arena, y en la noche cada uno se enrollaba -era necesario enrollarse- pues cuando uno se dormía, en la oscuridad los cangrejos acostumbraban a salir de sus huecos y pasearse por encima de nosotros. Al despertarnos en la mañana había que sacudirlos para que se fueran. Nuestra alimentación era muy sencilla: latas de atún con galletas de soda -la lata la abríamos con un cuchillo de cacería de mi padre que se trajo del Ecuador-, agua tibia de una galonera de plástico, hervíamos tallarines en agua de mar, hervida en una fogata que prendíamos, con un poco de mantequilla. Llevaba mi guitarra y algo de música hacía. Como postre, se abría una lata de duraznos al jugo. No habías más. En las noches se calentaba igual todo en la fogata e iluminábamos la carpa con una humilde lámpara a kerosene. Con suerte si alguno tenía una linterna, la usábamos para ir al “baño”, esto es, detrás de unas altas rocas al lado del cerro más cercano. Había que tener cuidado con las lagartijas. Así eran nuestros campamentos, a lo recio, comías lo que había, masticando arena por lo general, dormías donde podías y punto. Por precaución, construíamos una pequeña muralla de arena delante de la carpa pues por la noche la marea subía y alguna vez nos pasó que mientras dormíamos, el mar se nos vino encima dejándonos empapados con lo que teníamos puesto, incluyendo los cangrejos.

Hoy muchas cosas han cambiado. Los campamentos casi ya no existen, y si existen se hacen con carpas sofisticadas, pequeños parlantes de fuerte volumen, luces de alta potencia, frigideres y cocinas portátiles especiales, TV portátiles y computadoras incluyendo cómodos baños artificiales. Las hermosas y silenciosas playas solitarias vírgenes, han cuasi desaparecido, al haber sido prácticamente invadidas por construcciones por doquier, reduciendo la playa y quitándole todo encanto. La gente que puede tiene su casa de playa, durmiendo cómodamente en una buena cama, haciendo estupendas parrilladas acompañadas con sendos cocteles bien preparados. Todo se ha sofisticado y refinado, volviéndose todo más cómodo y artificial. ¡La civilización invadió las playas! ¡Se acabó el encanto! Hoy para buscar una playa como las de antes, debes manejar al menos 150 kilómetros como mínimo, ya sea para el norte o para el sur, y rezar para que las “constructoras” no hayan tomado posesión de las playas que quedan. En fin, me quedo con mis vacaciones de ayer y mis playas de antaño, el encanto de una buena fogata con mis galletas con atún y una cerveza fría enterrada en la arena a la orilla del mar… mientras los cangrejos me miran y se acercan para ver quienes diablos son estos extraños sujetos durmiendo sobre la fría arena, ¡envueltos en una frazada de lana! ¡Eso era vivir!

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