Alvaro Uribe derrotó al terrorismo. Rodrigo Londoño —alias Timochenko— lo dirigió. Y, sin embargo, en la Colombia de hoy, Uribe es condenado mientras Timochenko legisla. Esa es la fotografía moral de una nación que ha perdido el juicio: la que castiga al que la salvó y premia al que quiso destruirla.
Uribe no fue un político más. Fue el presidente que recuperó la soberanía territorial, el que sacó al país del abismo, el que enfrentó sin pactos ni ambigüedades a las FARC cuando medio continente aplaudía su retórica revolucionaria. Su victoria no fue solo militar: fue moral. Representó la idea —hoy herida de muerte— de que el Estado tiene derecho a defenderse.

Timochenko, en cambio, comandó durante décadas la organización armada más sangrienta de América Latina. Ordenó secuestros, dirigió atentados, supervisó la alianza con los carteles. Su biografía no es la de un rebelde romántico: es la de un criminal político que usó el marxismo para justificar la barbarie.
Pero el problema no es solo que uno esté condenado y el otro libre. Es que esa inversión ha sido celebrada como justicia, incluso como paz. Juan Manuel Santos, artífice de la rendición disfrazada de acuerdo, fue premiado con un Nobel. Las FARC recibieron curules sin votos. La Jurisdicción Especial para la Paz —creada para borrar el pasado bajo confesiones medidas— permitió que quienes cometieron crímenes atroces evitaran la cárcel. La guerra se cerró sin victoria, pero con narrativa. La narrativa del cinismo.
El resultado es lo que Colombia vive hoy: una democracia donde los antiguos terroristas gobiernan con inmunidad y los antiguos presidentes republicanos son tratados como delincuentes. Uribe enfrenta 12 años de prisión por un caso construido sobre testimonios turbios, impulsado por una judicatura que desde hace tiempo dejó de disimular su sesgo. Mientras tanto, los senadores Julián Gallo y Pablo Catatumbo —excomandantes de las FARC— legislan con total impunidad. La viuda de Tirofijo ocupa una curul. El país se ha convertido en una sátira institucional.
Y la tragedia se consuma con la llegada de Gustavo Petro a la presidencia. Exmiembro del M-19, grupo responsable del asalto al Palacio de Justicia y del incendio de la Constitución en nombre del “pueblo”, Petro no es una anomalía. Es la consecuencia lógica de esa inversión simbólica: el paso de la república que combate la subversión a la república que la premia. No es un giro democrático, es una claudicación total.
Desde Oslo hasta La Habana, la comunidad internacional ha aplaudido esta farsa como si fuera un modelo. La prensa europea repite las palabras mágicas: “reconciliación”, “justicia restaurativa”, “transición”. Pero olvida mencionar a los miles de niños reclutados, los millones de desplazados, los cientos de miles de asesinados. Olvida que lo que se premió no fue el arrepentimiento, sino la presión armada. El resultado no fue una paz: fue un pacto para que la verdad no estorbe.
Uribe no era perfecto. Ningún líder lo es. Pero fue un hombre de Estado que eligió luchar cuando muchos preferían rendirse. Hoy es perseguido no por sus errores, sino por su éxito. Porque demostró que el terrorismo podía ser derrotado. Y eso no se le perdona.
La justicia en Colombia se ha vuelto una herramienta de venganza política. A eso se le llama lawfare. Es lo que hoy se aplica contra Uribe en Bogotá, contra Bolsonaro en Brasilia, contra todos los que en algún momento desafiaron al socialismo del siglo XXI con autoridad legítima.
Hoy los criminales ocupan cargos, los jueces redactan relatos y los soldados están solos. No estamos ante una transición, sino ante una inversión: de valores, de símbolos, de verdades. La pregunta no es si Uribe merece prisión. La pregunta es qué merece un país que encierra a sus defensores y premia a sus verdugos.
Y si alguien en el Perú cree que esta historia es ajena, que mire dos veces. Porque el guion que hoy se impone en Colombia ya se ensaya en nuestra patria. También aquí se encarcela a militares que enfrentaron al terror, mientras se indemniza a sus asesinos. También aquí las ONG foráneas redactan la historia, y los medios celebran la “memoria” construida por quienes nunca defendieron nada. También aquí se ha intentado reemplazar a la república por un régimen de impunidad camuflado de reconciliación. Colombia no es solo un espejo: es un aviso. Lo que allí se ha consumado —la rendición moral del Estado— es exactamente lo que los caviares y los Pedros Castillos llevan décadas intentando instalar en el Perú. La diferencia es que nosotros todavía hemos podido impedirlo… por poquito nomás.
Etiquetas: Álvaro Uribe, Colombia, estado de derecho, FARC, justicia transicional, lawfare, moralidad política, reconciliación falsa, Rodrigo Londoño, valores conservadores Last modified: 2 de octubre de 2025