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Circule, Lagarto, circule, por Tony Tafur

El Centro de Lima amaneció con un aire espeso, el tipo de clima simbólico que precede a los derrumbes políticos. En el frontis de la Corte Superior Nacional de Justicia Penal Especializada, donde se decidiría la suerte de Martín Vizcarra, un pequeño grupo de fieles intentaba inflar lo que a todas luces era una marea microscópica. Todos llevaban los polos blanco y rojo del movimiento político Perú Primero, como si esa indumentaria pudiera sublimar la vergüenza y convertirlos en encarnaciones patrióticas, cuando en realidad lucían como una apología ambulante a todo lo que el país necesita extirpar. Algunos incluso sostenían muñecos de lagartos, esos pequeños amuletos grotescos cuyo simbolismo superaba por goleada a cualquier argumento que intentaran esbozar.

No eran muchos, pero hacían ruido. Un parlante escupía una canción urbana que pretendía ser épica, aunque sonaba más bien como un intento desesperado de insuflar energía a una causa que ya había expirado hace años. Cada tanto, alguno de los seguidores levantaba el brazo y gritaba el nombre de Vizcarra, pero el eco regresaba vacío. En esa esquina del Centro de Lima, al costado del Palacio del Poder Judicial, entre vendedores ambulantes y policías fatigados, la devoción vizcarrista parecía un ritual fallido, una misa improvisada donde los feligreses ya no estaban seguros de a quién rezaban.

Todo esto ocurría mientras, en el interior del edificio, los jueces culminaban una sentencia que llevaba años cocinándose. El caso estaba documentado, probado, amarrado de principio a fin, y se trataba de uno de los expedientes más voluminosos surgidos del llamado Club de la Construcción. Vizcarra había sido investigado por hechos ocurridos entre 2011 y 2014, cuando era gobernador regional de Moquegua, y la Fiscalía consiguió demostrar que dos consorcios —Obrainsa-Astaldi y el Consorcio Hospitalario Moquegua, liderado por ICCGSA— le habían entregado pagos clandestinos para asegurar obras millonarias.

En Lomas de Ilo, el proyecto hídrico más importante de su gestión, la carpeta fiscal incluye declaraciones de colaboradores eficaces que relataron cómo representantes de Obrainsa coordinaban directamente con el círculo de confianza de Vizcarra. El dinero —según las declaraciones y los registros contables incautados— se entregó en partes que sumaban aproximadamente un millón de soles. Había fechas, montos, reuniones en Lima, encuentros en hoteles y un trazado de comunicaciones que coincidía con los desembolsos.

En la obra del Hospital de Moquegua, la historia avanzaba con la misma coreografía. ICCGSA, una empresa que ya cargaba con antecedentes de irregularidades, obtuvo la buena pro bajo un proceso que, según la sentencia, estaba diseñado para favorecerlos. Las coimas superaban el millón trescientos mil soles y la Fiscalía reconstruyó un mapa de reuniones, ampliaciones presupuestales y visitas de representantes del consorcio que no dejaban dudas del intercambio ilícito. La sentencia confirma que Vizcarra no solo conocía esas operaciones, sino que formaba parte activa del mecanismo.

El tribunal que ayer lo condenó estuvo liderado por la jueza Fernanda Ayasta, una magistrada que no necesitó levantar la voz para dejar claro que el entonces gobernador había convertido la función pública en un terreno de intercambio clandestino. La sala fue unánime y el veredicto cayó con el peso de lo inevitable. Catorce años de prisión efectiva por cohecho pasivo propio y colusión agravada, nueve años de inhabilitación para volver a tocar el Estado, y una reparación civil que supera los dos millones doscientos mil soles, además de una multa cercana a los cien mil. Una cifra mucho más terrenal que el mito de persecución que repite su entorno, pero lo suficientemente contundente como para recordarle que esta vez la factura sí tiene nombre y apellido.

Mientras adentro la historia se cerraba, afuera estaba Mario Vizcarra, con quien por pura intuición me había topado a solas minutos antes mientras se acercaba a paso adrenalínico al epicentro de la neuralgia lagartista. Le hice un par de preguntas sobre la investigación contra su hermano, pero respondió con la típica economía del lenguaje que ya es marca de la casa vizcarrista. Además de los monosílabos, me esquivó como si fuera el 10 de la Selección peruana y hasta fui empujado por su escolta que en su delirio pensó que le allanaba el camino a Madonna. Luego caminó hacia la diminuta turba de seguidores y trató de darse un baño de popularidad, pero el entusiasmo de la poca gente terminó empujando a varios al piso, provocando un pequeño caos, al parecer quisieron domar hasta a la gravedad.

Unos metros más allá, separados solo por un cordón policial y un estado emocional completamente distinto, se encontraba la contramarcha. No tenían parlantes ni camisetas, tenían memoria. Allí conversé con personas que no hablaban desde el fanatismo sino desde el dolor. Uno me dijo con voz áspera que Vizcarra no solo debía ir preso por las coimas sino también por las muertes durante la pandemia. Otro, con los ojos brillantes, relató cómo su padre falleció en un hospital sin camillas, sin medicinas, sin oxígeno. El Estado se había quedado sin pulmones y Vizcarra, en televisión, sonreía como si nada. Esa herida no la cierra ninguna sentencia, pero al menos la justicia empezaba a ordenar los números.

Cerca del mediodía llegó el momento que partió el aire en dos. La condena se confirmó y el murmullo se convirtió en una ola emocional contradictoria. Para los vizcarristas significó el fin del relato. Para la contramarcha, un respiro contenido. La policía tuvo que extender un cordón porque los ánimos se mezclaban peligrosamente y el Centro de Lima empezaba a hervir.

Mario reapareció para un último intento de protagonismo. Elevó la voz, insultó al supuesto pacto mafioso que, según él, se caga de miedo de los Vizcarra y aseguró que responderían en las urnas, como si este país tuviera memoria selectiva y estuviera dispuesto a un segundo capítulo del desastre. Pero la frase se deshizo en el aire. Ni siquiera sus propios seguidores parecían creerla ya. Después desapareció casi corriendo hacia un estacionamiento cerca de Grau y se esfumó, como siempre, por la puerta chica.

La caída de Vizcarra, sin embargo, no acaba aquí. Aún le queda pendiente la acusación por el manejo irregular del caso Vacunagate, donde la Fiscalía le imputa haber recibido dosis experimentales de Sinopharm mientras el resto del país hacía colas interminables por una esperanza. También sigue abierta la investigación por presunto fraude procesal en el Tribunal Constitucional durante su enfrentamiento con el Congreso al que disolvió inconstitucionalmente, y otra por una supuesta organización criminal vinculada al uso indebido de recursos durante la pandemia. Si algo demuestra su geografía judicial es que la sentencia de ayer no es un punto final, sino un capítulo intermedio.

Al final, la ciudad regresó a su ruido habitual. Los vendedores guardaron sus cosas, los policías se retiraron, los feligreses doblaron sus pancartas y la canción urbana finalmente dejó de torturar a los transeúntes. El país, ese país que Vizcarra creyó moldear a punta de discursos moralistas, tomaba nota silenciosa.

Ayer no cayó solo un expresidente. Cayó un mito. Un relato cuidadosamente tejido por la prensa cortesana, por la izquierda acomplejada que necesitaba un héroe prestado, por un sector ciudadano que confundió teleprompter con integridad. Finalmente el disfraz se rompió y el lagarto quedó expuesto. No hubo épica, no hubo persecución, no hubo pacto mafioso. Solo hubo justicia, tardía pero firme, que por fin encontró un cuerpo donde aterrizar.

Y mientras el Centro de Lima recuperaba su rutina, una verdad flotaba en el aire como el humo de los buses que pasaban por Abancay. Vizcarra ya no tenía dónde esconderse. Tampoco dónde mentir. Tampoco quién lo salve. El país, por una vez, le ganó la partida.

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Etiquetas: , , , , Last modified: 27 de noviembre de 2025
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