La reelección parlamentaria volvió al centro del tablero político peruano como regresan siempre las discusiones incómodas: no por convicción, sino por conveniencia. Para la izquierda parlamentaria, que durante años la presentó como un vicio antidemocrático, su retorno ha funcionado menos como dilema ético que como prueba de realidad. Una prueba sencilla: qué tan firme es el discurso cuando el poder deja de ser una promesa y se convierte en una plataforma.
El punto de partida es claro y está totalmente documentado. Un grupo de congresistas de bancadas de izquierda votó contra el retorno de la reelección —en muchos casos, de manera reiterada, en primera y segunda votación— y hoy aparece buscando un escaño en el Senado o en la Cámara de Diputados rumbo a 2026. El cruce entre votación parlamentaria y candidaturas ya anunciadas arroja al menos 16 nombres.
Entre ellos figuran María Agüero, Waldemar Cerrón, Flavio Cruz, Américo Gonza, Isaac Mita, Segundo Montalvo, Margot Palacios, Kelly Portalatino y Elizabeth Taipe, todos vinculados a Perú Libre y hoy con aspiraciones senatoriales. Se suman Guido Bellido, ex Perú Libre y hoy en Podemos Perú, así como Elías Varas (Perú Bicentenario – Juntos por el Perú). Desde el espacio de Cambio Democrático–Juntos por el Perú aparecen Sigrid Bazán (candidata a Diputados por Venceremos), Víctor Cutipa y Roberto Sánchez, exministro de Comercio Exterior del golpista Pedro Castillo. La lista se completa con Hamlet Echevarría (Venceremos) y Wilson Quispe (Juntos por el Perú).
No es una nómina dispersa. Se concentra en Perú Libre y sus satélites, apunta mayoritariamente al Senado y reúne perfiles cuya trayectoria política y laboral depende casi por completo del Estado. La mayoría rechazó la reelección en ambas votaciones del Pleno. No hubo confusión técnica ni voto distraído. Hubo una posición política expresa. La contradicción es evidente. Pero quedarse ahí sería perder la historia.
Porque la reelección no es el problema central. Es el síntoma.
En el Perú, una curul no es solo representación política. Es acceso. Acceso a redes, a presupuesto, a contrataciones, a influencia territorial y, sobre todo, a permanencia. La política profesional —esa que se aprende rápido cuando se llega al Estado— enseña que el cargo no es un paréntesis, sino un activo. Ese es el incentivo real que explica por qué la reelección dejó de ser un problema moral y pasó a ser una oportunidad administrativa.
Eso explica por qué el rechazo frontal a la reelección funcionó tan bien cuando la izquierda estaba afuera, y por qué empieza a diluirse ahora que está adentro. El antisistema, en ese sentido, no fue una doctrina de salida, sino una técnica de entrada. Una vez cruzada la puerta, el discurso pierde urgencia y el poder adquiere lógica propia.
Ese tránsito no es teórico. Tiene antecedentes concretos.
Uno de los más ilustrativos ocurrió en Junín y fue conocido como el caso Los Dinámicos del Centro. La investigación fiscal reveló cómo, dentro del Gobierno Regional, se había instalado una red que cobraba por trámites básicos del Estado: licencias de conducir, nombramientos en puestos administrativos, accesos que en teoría debían resolverse por vía regular. La lógica era simple y brutal: quien controlaba la oficina, controlaba la puerta. Y quien controlaba la puerta, podía cobrar por abrirla.
No se trató de un episodio marginal ni de una anécdota local. Fue una demostración temprana de algo más amplio: cuando una fuerza política llega al poder sin experiencia institucional y con un discurso de demolición, suele aprender rápido que el Estado no solo gobierna, también administra accesos valiosos. Junín funcionó como un laboratorio: mostró cómo el poder, una vez concentrado, deja de ser abstracto y empieza a producir beneficios concretos.
Ese ejemplo importa porque explica el incentivo que hoy rodea a la reelección. No por el sueldo del cargo, sino por la continuidad del control. Permanecer significa sostener redes, conservar posiciones y no perder el manejo de un aparato que, bien utilizado, ordena la vida política —y económica— de quienes lo ocupan.
Cuando la institucionalidad se vuelve incómoda —porque deja rastro, porque exige procedimientos— aparece el atajo. Reuniones fuera de Palacio, intermediarios sin cargo formal, decisiones sin registro oficial. El episodio de la casa de Sarratea terminó de dibujar un estilo: denunciar al Estado formal mientras se gobierna desde circuitos paralelos. No es contradicción. Es coherencia con el método.
Con ese mapa, la reelección adquiere su verdadero significado. En apenas un periodo parlamentario, pasó de consigna moral a cálculo electoral. No es una traición ideológica repentina ni un giro doctrinario. Es la consecuencia lógica de haber descubierto que el poder sirve, que el cargo ordena la vida y que el sistema, una vez dentro, deja de parecer tan detestable. La izquierda parlamentaria que convirtió el rechazo a la reelección en bandera hoy se enfrenta a una verdad simple: el poder al que se llega denunciando termina siendo un poder al que se le toma gusto.
Por eso el debate no está en si estos congresistas “cambiaron de opinión”. El debate está en para qué se usó el discurso antisistema, qué se hizo con el poder obtenido y por qué la indignación fue solo una fase del recorrido. La curul funcionó como plataforma, la red como sostén y la reelección como mecanismo de continuidad.
Ese es el diagnóstico de fondo. El antisistema no como ruptura, sino como etapa. En el Perú, el antisistema no fracasa: se recicla. Y cuando lo hace, ya no grita contra el poder. Aprende a vivir de él.
