“Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Carlos Gardel del tango “Cuesta abajo”
Pocas frases resumen mejor la tragedia de cierta fauna artística limeña que alguna vez fue lamentablemente altavoz moral del país y hoy sobrevive a base de likes de compasión. Fueron íconos del progresismo, supuestos guardianes del bien y estrellas de una “conciencia social” desde los balcones en Miraflores que jamás entró a una casa con esteras. Pero el tiempo los puso en su lugar: el olvido.
Las redes sociales democratizaron la voz y eso les dolió más que cualquier crítica. Antes bastaba un micrófono o una entrevista para mandar sus versos combatientes y romantizar las guerrillas y la violencia civil. Lo bueno de las redes sociales y de las nuevas tecnologías es que le han dado, a veces para bien y otras para mal, el poder a cualquier ciudadano para que con un teléfono pueda decir lo que piensa. Muchos lo usan para responderles, corregirlos, ridiculizarlos y ponerlos en su lugar, y eso les irrita. Sin embargo, comienzan a darse cuenta poco a poco de que no tienen ninguna corona y no son tan especiales como se creían.
Robert Nozick, el célebre filósofo libertario, lo explicó con precisión: los intelectuales y artistas suelen inclinarse hacia la izquierda porque no soportan que el mercado no los premie como creen merecer. En la lógica artística progre, la inteligencia y la sensibilidad deberían traducirse en privilegios. Pero el capitalismo, puede volver rico a alguien sin títulos ni conocimiento cultural solo si logra ofrecer un bien o un servicio que mejore la vida del prójimo. Para ellos, eso es casi una herejía; sienten que la vida y el sistema son injustos con el saber, la cultura y la sensibilidad.
Pero bueno, así es la vida y el mercado somos todos nosotros juntos decidiendo día a día nuestras preferencias en base a nuestras propias realidades. Pretender que todos tenemos que premiar siempre a su arte o intelecto, es absurdo. Si es que el arte no te da plata o prestigio como quisieras, piña. Eso es la realidad. Aceptémoslo.
De esta forma es que aparecen figuras como Tatiana Astengo o Lucho Cáceres, convertidos en militantes de la nostalgia en la marcha del 15 de octubre. Marchan, gritan, se indignan en X y acusan a medio país de “fascista”, cuando en realidad lo que parece que los desespera es la pérdida de relevancia. Quieren gritar a los cuatro vientos que siguen existiendo y que su voz es más educada que la de los demás. La soberbia andante.
Y así como los mencionados, hay muchísimos más revolucionarios de café. Sandinistas de Miraflores. Artistas plásticos, poetas o cantantes de nueva trova y de indie pop mezclados con Huayno. La revolución para ellos parece ser seguir viviendo de batallas contra el gran sistema capitalista malvado que su arte trata de visibilizar, pero nadie comprende por qué no hay persona igual de letrado que ellos.
Guy Sorman decía que los artistas de izquierda creen que su sensibilidad los autoriza a mandar sobre los demás. Pero la era digital los puso frente a su peor enemigo: un público libre.
El algoritmo no entiende de moral ni de discurso, solo mide impacto. Y ahí, la prédica ideológica perdió por goleada frente al humor, la ironía y la gente común.
Por eso se aferran a la indignación como último refugio. Rechazan “el sistema capitalista”, desprecian “la banalidad” que supuestamente este genera y viven del eco de sus propias palabras que poco a poco son más difíciles de entender, pues a veces ni ellos mismos saben que están diciendo.
Se vuelven en la sátira revolucionaria de la última película de Paul Thomas Anderson con Leonardo DiCaprio. Revolucionarios sin causa y adictos de la añoranza. Por eso, creo firmemente que nuestros artistas e intelectuales de izquierda arrastran por este país la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.
