El indulto más polémico de la historia del Perú, otorgado por el expresidente Pedro Pablo Kuczynski (PPK) el 24 de diciembre de 2017 al expresidente Alberto Fujimori, sigue -y seguirá, por muchos años- dando de qué hablar en las tertulias políticas en nuestro fracturado país. Esta semana el Tribunal Constitucional (TC) ha publicado el fallo que repone los efectos de la resolución firmada por PPK, además de sentar jurisprudencia sobre los alcances de la Corte Suprema con respecto a sus competencias para el juzgamiento de facultades.
No voy a dar una opinión en un sentido jurídico, pues no es mi campo de estudio e investigación; sin embargo, sí quiero observar las implicancias políticas de este fallo, que declara fundada la demanda de hábeas corpus. Los fundamentos del voto de la magistrada Marianella Ledesma -declarada antifujimorista- son penosos, por decir lo menos. Advertir que esta sentencia solo se está aprobando por “la simple voluntad de los tres magistrados que la conforman y, claro, de que ahora tienen los votos” (sic). Apelar, además, a “la memoria de los fallecidos, la dignidad de sus familias y la consciencia moral del país” para oponerse a algo que no es parte de lo que está juzgando el mismo TC, solo demuestra una parcialidad descarada.
Por su parte, el magistrado José Luis Sardón puntualiza que el caso Crousillat sentó jurisprudencia en que solamente el TC puede dejar sin efecto un indulto, y que la Constitución no impone ninguna restricción o límite a la discrecionalidad en el otorgamiento del indulto. En este sentido, el constitucionalista Javier Valle Riestra, en una entrevista con el periodista Beto Ortiz hace 10 años, fue muy específico al decir que “la decisión de indultar a alguien es una decisión política y no jurídica, porque es parte de la prerrogativa del presidente, que es jefe de Estado y no juez o magistrado”.
La cuestión humanitaria de otorgar el indulto se cae de madura, a un octogenario ex jefe de Estado -que, debemos recalcarlo, no ha sido sentenciado por lesa humanidad o violaciones a los derechos humanos, sino por homicidio calificado- con un delicado estado de salud. No podemos permitirle a nuestra historia un segundo Augusto Leguía, mandatario confinado en el Panóptico de Lima y que murió -sin causa judicial o delito imputado- en prisión, pese a llevar un deplorable estado de salud. Las rencillas políticas no pueden primar sobre la humanidad y el deber cívico de un funcionario público.
 
				