Hace unos días, un profesor de la Universidad del Pacífico, un poco mayor que yo, se me acercó en la sala de profesores en donde siempre voy antes de mis clases a tomar un café bien cargado, y me dijo unas palabras muy sencillas que se me quedaron gravadas: “Tu padre fue mi profesor y nunca lo olvidaré. Me enseñó no solo conocimientos de historia de la economía o de Derecho. Mas que eso, me enseñó a afrontar la vida, me enseñó a vivir. Nunca lo olvidaré”. Le agradecí por sus amables palabras y me quedé pensando. Qué bonito es que la gente te recuerde así. Ojalá alguien me recuerde de esa manera algún día. Y no es la primera vez que una persona se me acerca en una reunión o en una conferencia o en mi vida profesional asesorando a empresarios, y me hace un comentario sobre mi padre.
Todos estos recuerdos me hicieron reflexionar —con mis treinta y cinco años en la docencia universitaria— sobre la vital importancia de la educación en la formación de una persona. Definitivamente, el rol de los maestros tanto en la educación preescolar y escolar, como de los profesores o catedráticos universitarios —como es mi caso— es fundamental. El pasado 28 de octubre se cumplieron los 60 años de la publicación de la Declaración Conciliar Gravissimum educationis, sobre la extrema importancia y actualidad de la educación en la vida del ser humano. En dicho documento, el Concilio Vaticano II en 1965 recordaba a la Iglesia que la educación no es de ninguna manera una actividad accesoria, sino todo lo contrario, una actividad fundamental para el ser humano. En homenaje a este aniversario, el Papa León XIV acaba de publicar el 27 de octubre último, una Carta Apostólica que trata sobre la importancia de la educación. El título del documento de alguna manera lo dice todo: “Diseñar nuevos mapas de Esperanza”. Se trata de un documento que trata sobre la educación actual, sus problemas y enfrentamientos, recordándonos a su vez los aspectos fundamentales de toda educación y que un profesor debe siempre tomar en cuenta y no olvidar.
El documento parte señalando un diagnóstico de la actualidad educativa indicando que se trata de un entorno complejo, fragmentado y digitalizado, lo cual es cierto. En todo caso, se establece que, para una verdadera educación, lo primero que el maestro debe suscitar es el deseo de la verdad en un claro ambiente de libertad. Sin embargo, el maestro no educa solo. La educación es una “obra coral” señala el documento, pues nadie educa solo, ya que al lado del docente está el propio estudiante, la familia, los amigos y en general, la sociedad civil. Hoy, sin embargo, muchos padres de familia “delegan” al colegio el rol educador, dejando en manos del colegio el “educar” a sus hijos, olvidando que es más bien al revés: son los padres los primeros educadores en la familia y no el colegio y, menos aún, el Estado o el gobierno de turno el encargado de educar a los hijos, como puede suceder en un Estado totalitario. El colegio brinda conocimientos, pero la formación de la persona se da fundamentalmente en la familia siendo los padres de familia los principales educadores.
Por otro lado, la esencia de la educación es lo importante. Educar es un acto de esperanza y una pasión que se renueva, porque manifiesta la promesa que vemos en el futuro de la humanidad. Efectivamente, cada alumno en el colegio o en la universidad constituye una esperanza de un ser humano que se está formando y preparando para la vida, no solo para ser un buen profesional sino una excelente persona, con valores y principios. Hoy se tiende a la formación de tecnócratas profesionales, cuando lo mejor es brindar una formación humanística y no solo quedarse en lo técnico, en una “educación” casi deshumanizada. El maestro debe formar al alumno primero como persona, con virtudes y valores, a los cuales se le brindará adicionalmente los conocimientos necesarios y suficientes para ser un buen médico, abogado, empresario, ingeniero, economista, sicólogo, etc., esto es, un excelente profesional. Pero no debemos olvidar lo esencial: la persona en su integridad, en su dimensión física, intelectual y especialmente espiritual. Como decía Sócrates en su Apología: “hacer florecer el ser… es cuidar el alma”. Y para ello, la familia es la “primera escuela de humanidad”. No podemos reducir la educación a una función meramente “funcional”, práctica, o a un “instrumento económico: una persona no es un ‘perfil de competencias’ no se reduce a un algoritmo predecible, sino que es un rostro, una historia, una vocación”.
Por tanto, la verdadera educación abarca a toda la persona: espiritual, intelectual, afectiva, social y corporal. Una profesionalidad impregnada de ética como una practica cotidiana. La educación no mide su valor solo en función de la eficiencia: lo mide en función de la dignidad, de la justicia y la capacidad de servir al bien común. Aprender que la autoridad no es dominio sino servicio. Se trata pues de una “antropología integral”, y se opone a un enfoque meramente mercantilista que a menudo obliga hoy a medir la educación en términos de “funcionalidad y utilidad práctica”. Educar es poner a la persona en el centro, hacerle descubrir al estudiante el sentido de la vida, la dignidad inalienable de la persona y la responsabilidad hacia los demás. No es poner como meta el lucro, el tener bienes, la comodidad, el poder, el mero placer o pasarla bien y lo divertido. No es solo transmisión de contenidos sino aprendizaje de virtudes. De allí que la familia continúa siendo el primer lugar educativo y los colegios y universidades colaboran con los padres, no los substituyen.
Finalmente, las tecnologías deben servir a la persona, no substituirlas (¿Aló Chat-GPT, Meta etc.?), enriquecer el procedimiento de aprendizaje, no empobrecer o enfriar las relaciones sociales y las comunicaciones personales. La educación no debe caer en un “eficientismo” sin alma, en la estandarización del conocimiento, que se convierte entonces en empobrecimiento espiritual convirtiendo a las personas en tecnócratas en casi autómatas o “zombis digitales”. En resumen, educar es formar personas con valores, ética y principios, con conocimientos supeditados a los primeros. Ningún algoritmo podrá sustituir lo que hace humana a la educación: la relación entre personas, alumno y maestro. “El punto clave no es la tecnología sino el uso que hacemos de ella. La inteligencia artificial y los entornos digitales deben orientarse a la formación de la persona, a la protección de su dignidad y a una verdadera formación como mejor persona y los conocimientos necesarios para ello.” “Mejore personas, mejores profesionales” decía un slogan de una conocida universidad peruana. Totalmente cierto.
Termino con unas prioridades que León XIV señala en su Carta Apostólica: “…añado tres prioridades. La primera se refiere a la vida interior: los jóvenes piden profundidad; necesitan espacios de silencio, discernimiento, diálogo con la conciencia y con Dios. La segunda se refiere a lo digital humano: formemos en el uso sabio de las tecnologías y la IA, colocando a la persona antes que el algoritmo y armonizando las inteligencias técnica, emocional, social, espiritual y ecológica. La tercera se refiere a la paz desarmada y desarmante: educamos en lenguajes no violentos, en la reconciliación, en puentes y no en muros”. La “hiperdigitalización” puede conducirnos a una “educación” fría, deshumanizada e impersonal. No olvidemos pues profesores, que nuestra primera misión como educadores es formar personas. Ojalá que algún día nos encontremos con un antiguo alumno o alumna y nos diga, repito, lo que me comentó un antiguo alumno de mi padre: “me enseñó a afrontar la vida, me enseñó a vivir”.
