En los años postpandemia, el mundo ha observado con atención el auge comercial del Perú y las bondades de sus características geográficas. Nuestro país no solo se proyecta como el nuevo eje logístico del continente gracias al Puerto de Chancay, Corío y Eten, sino que también, apoyado en la fortaleza de nuestra moneda y el favorable ciclo de los commodities, se perfila como un centro neurálgico de la economía regional. Ante estas circunstancias y proyecciones, en diversos países nos observan con expectativa; sin embargo, como es natural, nuestros vecinos más cercanos nos ven con envidia.
En los últimos meses, ha quedado demostrado que hoy en día las amenazas territoriales no se escuchan con disparos, ni con bombas, se manifiestan en los reclamos diplomáticos y el asedio silencioso en las fronteras.
En agosto, la tensión estalló en la triple frontera cuando el presidente colombiano Gustavo Petro declaró que Colombia no reconoce la soberanía peruana sobre la isla Santa Rosa, argumentando que este territorio habría surgido después de los tratados limítrofes del siglo XX y, por tanto, requeriría una nueva definición binacional. Sus declaraciones fueron sucedidas por el sobrevuelo de aviones colombianos, la aparición de una bandera colombiana izada en un sector de la isla, e incluso la invasión de un activista colombiano. Actos considerados como una provocación por Perú.
El viernes pasado, el gobierno peruano declaró Estado de Emergencia en la frontera sur, tras un masivo flujo de migrantes —en su mayoría venezolanos— que intentan cruzar desde Chile hacia Perú. Este nuevo éxodo masivo ocurre luego de que en Chile el candidato José Antonio Kast intensificara su discurso antiinmigración, con amenazas de expulsiones masivas si gana las elecciones del 14 de diciembre. Esa posibilidad ha generado temor entre migrantes, quienes buscan salir de Chile antes de un eventual endurecimiento migratorio.
Ante estos acontecimientos surge una pregunta inevitable, ¿estamos preparados para defender nuestro territorio? ¿para defender nuestras fronteras? La respuesta quizá resulta algo incomoda. Hoy, nuestras Fuerzas Armadas están abandonadas.
La Fuerza Aérea del Perú opera con apenas un puñado de aviones Mirage 2000 y MiG‑29 envejecidos. Nuestros tanques T‑55 datan de la Guerra Fría. Casi el total de nuestras patrulleras apenas cubren zonas portuarias y fluviales. Y nuestras municiones, en su mayoría, son excedentes de conflictos del siglo pasado que representan más un peligro que una defensa.
Estas carencias se deben a que desde el año 2001 el Estado peruano adoptó un proceso de desconfiguración de todo el sistema de defensa y seguridad nacional, tanto externa como interna. Durante el gobierno de Alejandro Toledo se instauró una política unilateral de desarme. Esto implica que no solamente no se han adquirido armas, sino que se ha abandonado el sector defensa con una política pacifista que desconfigura las necesidades nacionales.
A lo largo de la historia, el Perú no ha perdido territorio por capricho de la geografía. Lo ha perdido por desidia, inocencia y mala estrategia. Cada vez que nuestras Fuerzas Armadas se encontraron débiles, nuestros vecinos avanzaron sobre nosotros.
Un total aproximado de 451,000 km² perdidos en los últimos 200 años. El equivalente a más del 30% del Perú actual. Y siempre bajo el mismo patrón: cuando el país dudó en defenderse, otros no dudaron en invadir.
El Puerto de Chancay, el nodo de Corío, el terminal de Paita, los corredores bioceánicos y los yacimientos estratégicos en la Amazonía no son simples infraestructuras: son objetivos. Son razones suficientes para que potencias regionales y extranjeras proyecten influencia sobre el Perú. Y nosotros seguimos sin radar, sin aviación moderna y sin una doctrina clara.
La solución no es simplemente comprar armas. Es adoptar una política de Estado en defensa nacional. En 1879, no estábamos preparados. En 1941, tampoco. En 1995, apenas resistimos. ¿Estaremos listos en 2030, cuando nuestros activos estratégicos sean aún mayores?
