Cuatro millones de soles. Esa es la cifra que detonó la última guerra interna en la izquierda peruana. Según Vladimir Cerrón, Raúl Noblecilla habría pedido ese monto para asumir la defensa legal de Pedro Castillo. La acusación fue lanzada desde X, sin rodeos y con un cálculo evidente: no discutir ideas, sino embarrar al rival interno. En la política peruana —y en la izquierda con especial entusiasmo— el dinero no se menciona para esclarecer, sino para descomponer.
Conviene precisar el marco desde el inicio. Hasta ahora, esa afirmación no ha sido respaldada públicamente con documentación verificable. No se conocen contratos, comprobantes, transferencias ni comunicaciones que permitan salir del terreno de la denuncia política. El verbo correcto sigue siendo condicional. Pero en la izquierda, donde el relato suele importar más que los hechos, la acusación no necesita ser probada para cumplir su función.
Y la función es clara. Cerrón no busca “dañar una reputación” —porque Noblecilla no es precisamente un referente ético ni un personaje distinguido—, sino desacreditar a un competidor interno, bajarlo del tablero y marcarle el límite. El mensaje no va dirigido al país, sino a la propia izquierda: aquí no hay lugar para freelances que usen la causa castillista como trampolín personal.
La cifra —cuatro millones— no pretende probar un delito, sino subrayar el cinismo. Colocar a Noblecilla como lo que es: un operador que habla en nombre del “pueblo” mientras se mueve en las lógicas más crudas de la política transaccional. En ese juego, la moral no importa; importa quién controla el discurso y quién queda expuesto como oportunista.
El golpe llega, además, en un momento específico. Noblecilla no es un actor marginal. En las últimas semanas ha intensificado su presencia pública, ha intervenido en el Congreso con tono incendiario y ha empezado a deslizar promesas políticas concretas, entre ellas indultos para Pedro Castillo y Betssy Chávez, presentando sus procesos como parte de una supuesta “dictadura”. Todo ello desde Podemos Perú, un partido que el 7 de diciembre de 2022 calificó el mensaje de Cast}illo como un golpe de Estado y respaldó su vacancia. La contradicción no es un accidente: es la materia prima del personaje.
Ese tránsito nunca ha sido explicado porque no tiene explicación honesta. Noblecilla actúa como si el archivo no existiera y como si la memoria política fuera negociable. En la izquierda peruana, esa amnesia selectiva no es una falla: es un mecanismo de supervivencia. El cambio de discurso se vende como pragmatismo; la incoherencia, como astucia.
El episodio del Congreso terminó de tensar la cuerda. La intervención de Noblecilla, que acabó con su retiro del Pleno, estuvo cargada de acusaciones de traición dirigidas a Perú Libre y del repertorio habitual de etiquetas —dictadura, fascismo, persecución— que la izquierda activa cuando necesita victimizarse. No fue un arranque espontáneo, sino una jugada: romper con el cerronismo y disputar el control del castillismo residual.
Cerrón respondió como sabe hacerlo. No con ideas ni con autocrítica, sino con fuego amigo. En su lógica, el mensaje es doble: castigar la deslealtad y advertir a los suyos. No se trata de defender principios, sino de administrar la franquicia política del victimismo. Quién habla por Castillo, quién capitaliza su situación y quién reparte certificados de pureza ideológica.
La reacción de Noblecilla confirma el nivel de la pelea. No aclara la cifra, no transparenta su relación profesional con la defensa de Castillo, no rinde cuentas. Opta por el libreto conocido: llamar “traidor” a Cerrón, acusarlo de pactos oscuros y pedirle que se retire. Es la respuesta típica de una izquierda que exige explicaciones a todos menos a sí misma.
Detrás del cruce personal hay un patrón conocido. La izquierda peruana no se rompe por ideas ni por programas, sino por ambición, control y botín simbólico. Quién administra la épica del perseguido, quién promete indultos, quién se presenta como heredero legítimo del desastre. Noblecilla intenta abrirse espacio usando el discurso de la persecución; Cerrón defiende el suyo expulsando a los intrusos. No hay principios en disputa: hay territorio.
El uso de Podemos Perú como plataforma termina de cerrar la escena. Un partido que rechazó explícitamente el golpe de Castillo sirve hoy como vehículo para prometer la liberación de quienes lo ejecutaron. No hay explicación, no hay rectificación, no hay autocrítica. Solo otra maniobra más en esa tradición de la izquierda que usa partidos, causas y discursos como utilería.
Lo de los cuatro millones puede terminar siendo cierto o no. Pero el episodio ya dejó al descubierto lo esencial: no hay víctimas ni héroes en esta historia, solo una izquierda que se devora a sí misma mientras habla en nombre del pueblo. Entre cifras lanzadas al aire, medias verdades y puñaladas internas, el resultado vuelve a ser el mismo: una política degradada, donde la moral es un recurso táctico y la coherencia, un estorbo.
