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La factura del experimento, por Tony Tafur

No, no es desgaste. No es ciclo político. No es fatiga democrática. Es fracaso. La izquierda latinoamericana está siendo derrotada. Derrotada en las urnas, en la calle y, sobre todo, en la cabeza del elector. Y la derecha no llega por azar ni por nostalgia, llega porque alguien tiene que apagar el incendio que la izquierda dejó prendido mientras daba discursos.

Chile acaba de poner el ejemplo más nítido y más doloroso para la izquierda regional. La victoria de José Antonio Kast no es una rareza conservadora ni un desliz autoritario, como ya intentan venderlo los editorialistas de siempre. Es la respuesta lógica de una sociedad cansada de vivir en un experimento permanente. Chile fue durante años el laboratorio favorito de la izquierda moderna, ilustrada, universitaria, esa que prometía derechos infinitos y terminó entregando calles inseguras, fronteras desbordadas y un Estado más preocupado por corregir palabras que por imponer orden. Kast no ganó por simpatía. Ganó porque ofreció lo único que la izquierda fue incapaz de garantizar. Control.

La izquierda chilena gobernó como si administrar símbolos fuera suficiente. Creyó que cambiar el relato era gobernar. Que deconstruir el pasado resolvía el presente. Y mientras tanto, el país real se llenó de miedo, de incertidumbre y de una sensación peligrosa, la de que nadie estaba al mando. La derecha entró cuando el progresismo salió corriendo de sus propias promesas. No fue ideología. Fue necesidad.

Argentina llevó ese colapso a su versión más grotesca. Décadas de populismo, inflación normalizada, pobreza maquillada con épica social y un Estado convertido en refugio de privilegiados produjeron un resultado inevitable. La llegada de Javier Milei fue la demolición abierta de un consenso de izquierda que había convertido el fracaso en política pública. Milei no apareció como un loco suelto. Apareció como la única salida posible cuando el progresismo ya no podía ocultar la ruina que había administrado con discursos compasivos. La motosierra no fue un exceso. Fue el símbolo de una sociedad que entendió que el problema no era la desigualdad, sino el Estado que la multiplicaba.

Ecuador ofrece la versión más cruda del mismo fenómeno. Allí la izquierda no cayó por debates culturales ni por teorías económicas. Cayó porque perdió el control del país. Narcotráfico, violencia, territorios dominados por mafias y un Estado que miraba al costado mientras predicaba derechos. En ese escenario, Daniel Noboa no ganó por brillantez ideológica, ganó porque representó mando. Y cuando el caos manda, la derecha entra como única alternativa viable. No como dogma, sino como salvavidas.

Bolivia completa la autopsia. Dos décadas de hegemonía del MAS no terminaron en justicia social ni en desarrollo sostenible. Terminaron en un Estado agotado, una economía frágil y una sociedad cansada de un poder que se volvió eterno, ineficiente y peligrosamente soberbio. La izquierda boliviana no fue derrotada por conspiraciones externas. Fue derrotada por su propio desgaste, por creer que gobernar era perpetuarse y no resolver.

El patrón es brutalmente claro. La izquierda latinoamericana no cae por persecución. Cae porque gobierna mal. Porque reemplazó el orden por la narrativa, la autoridad por la moralina y la gestión por la consigna. La derecha, con todos sus defectos y contradicciones, entra como una salida de emergencia. No promete paraísos. Promete apagar incendios. Y hoy, eso alcanza para ganar.

Esto no es un renacer romántico de la derecha. Es algo más incómodo para la izquierda. Es la confirmación de que su proyecto dejó de servir para gobernar sociedades reales. El votante ya no compra relatos. Compra resultados. Y cuando no los tiene, cambia de vereda sin pedir disculpas.

¿Y Perú? Perú está exactamente en ese punto de quiebre. Inseguridad desbordada, informalidad crónica, un Estado incapaz de imponer reglas básicas y una izquierda que sigue hablando como si el país fuera un seminario universitario. El clima regional no es un decorado, es una señal. Lo que en Chile, Argentina o Ecuador se expresó en votos, en Perú se siente todos los días en la calle. El miedo, el hartazgo y la sensación de abandono son el combustible perfecto para que la derecha deje de ser solo una identidad política y empiece a ser vista como una necesidad práctica.

Por eso el debate rumbo al 2026 no girará en torno a quién es más progresista o más inclusivo. Girará en torno a quién puede imponer orden sin pedir disculpas, quién puede recuperar autoridad sin improvisar y quién puede gobernar sin convertir el Estado en un botín ideológico. En ese tablero, perfiles de derecha con discurso de mano firme, seguridad y control parten con ventaja, no porque el país se haya vuelto doctrinariamente conservador, sino porque la izquierda dejó el país en una situación que exige decisiones duras.

La disputa será feroz porque la derecha no llega sola ni unificada. Varias derechas competirán por el mismo electorado cansado. Algunas más estridentes, otras más institucionales. Pero todas empujadas por la misma corriente regional que ya castigó a la izquierda allí donde gobernó mal. El riesgo no será que la izquierda gane por virtud, sino que la derecha pierda por fragmentación.

En ese contexto, resulta casi cínico el intento de algunos medios, como El País, de negar el giro con malabares estadísticos y juegos semánticos. Decir que América Latina no es de derechas porque Brasil y México pesan más en población o PBI no es análisis, es evasión. La izquierda no cae por falta de narrativa, cae porque dejó países más inseguros, más pobres y más desordenados que como los encontró. No es una discusión académica, es una constatación empírica. Allí donde gobernó, la izquierda debilitó la autoridad, relativizó el orden y convirtió al Estado en un instrumento ideológico antes que en una herramienta de protección ciudadana. Y cuando eso ocurre, la política no gira, corrige. Y corrige sin pedir permiso ni licencias.

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Last modified: 22 de diciembre de 2025
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