La discusión sobre desaparecer el INPE y reemplazarlo por nuevas entidades no es un simple ajuste burocrático. Es la admisión pública de que el Estado perdió el control de su propio sistema penitenciario. Durante años convivimos con cárceles desbordadas, personal insuficiente, corrupción normalizada y establecimientos convertidos en plataformas de operación criminal. Las requisas masivas no revelan eficiencia: revelan abandono. Lo que debía ser un espacio de resocialización terminó convertido en un acelerador del crimen.
La finalidad de una pena es clara: castigar, disuadir y reinsertar. Pero hoy ninguna de las tres funciona. La reincidencia se dispara, la sociedad perdió confianza en la rehabilitación y las prisiones se transformaron en centros de tecnificación del delito. Incluso la cadena perpetua —que en teoría debería transmitir la idea de que ciertos criminales no tienen retorno— no logró frenar la violencia. Levantamos nuevas cárceles y se llenan más rápido; aumentamos penas y los delitos crecen igual. El problema es estructural, no arquitectónico.
La raíz del desastre no está solo en los muros, sino en lo que ocurre antes de que un joven cruce esa puerta. Familias fracturadas, violencia doméstica, abandono, calles sin autoridad, escuelas sin rumbo. La mayoría de infractores proviene de núcleos familiares disfuncionales donde el delito es parte del paisaje. Sumemos otro error: el uso indiscriminado de la prisión preventiva. El sistema colapsa porque metemos a procesados sin condena junto a sentenciados peligrosos, rompiendo el principio de inocencia y fabricando futuros criminales dentro del penal.
Reconstruir un sistema roto exige cambios reales, no discursos. Justicia restaurativa, personal especializado, infraestructura moderna, clasificación efectiva de internos, programas formativos que funcionen y un liderazgo penitenciario blindado contra la corrupción. Las propuestas del Ejecutivo van en la dirección correcta, pero solo serán útiles si se ejecutan sin titubeos y con una premisa básica: una cárcel sin control estatal es una fábrica de violencia. Y eso, hoy, es exactamente lo que tenemos
