Escrito por 18:26 Opinión

El caos no es autoritarismo: por qué el Perú no es la dictadura que imagina el New York Times

En su reciente columna “You Can Kill a Democracy Without a Dictator” (“Puedes asesinar una democracia sin un dictador”), publicada en The New York Times, Will Freeman sostiene que el Perú encarna una nueva forma de autoritarismo: una democracia que muere sin dictador. Según su argumento, el poder habría sido capturado por una red de “poderes paralelos” —mafias, políticos corruptos, redes ilegales— que operan con la complicidad del Estado y que, en conjunto, estarían vaciando de contenido las instituciones democráticas. Su diagnóstico es inquietante: la libertad puede desaparecer sin necesidad de un caudillo.

La tesis suena convincente, pero confunde las causas con los síntomas. El Perú no vive una autocratización difusa, sino algo más complejo: la disolución del poder sin reemplazo. Lo que el Freeman interpreta como un autoritarismo invisible es, en realidad, la fase más avanzada de una democracia defectuosa, una forma de régimen que no colapsa porque su fragmentación impide cualquier hegemonía. El problema no es la concentración del poder, sino su dispersión; no la aparición de un tirano, sino la imposibilidad de que alguien gobierne, por más que se siente en la casa de Pizarro.

En la última década, el Perú atravesó una cadena de crisis políticas —destituciones presidenciales, enfrentamientos entre poderes, parálisis legislativa, pérdida de legitimidad— que no derivaron en el cierre del sistema, sino en su prolongación. Las reglas no fueron abolidas, sino trivializadas. Cada crisis derrumbó parte del edificio institucional, pero al mismo tiempo permitió que el régimen siguiera de pie, adaptándose a su propia descomposición. Un presidente más, un presidente menos, todo sigue igual.

El Perú no transita de la democracia al autoritarismo, sino que permanece atrapado en un tipo de democracia que combina, de manera simultánea, déficits de representación, de gobernabilidad, de Estado de derecho y de legitimidad. Cada uno de esos déficits alimenta a los otros. Los partidos carecen de identidad y estructura, el Congreso y el Ejecutivo se neutralizan mutuamente, la justicia se politiza, la política se judicializa, las protestas se reprimen, la ciudadanía ya dejó hace mucho tiempo de confiar. Pero, a su vez, el sistema se mantiene: no porque funcione, sino porque ninguno de sus actores tiene fuerza suficiente para derribarlo.

Freeman describe con acierto los efectos visibles de esa degradación —la expansión del crimen, la corrupción endémica, la debilidad estatal—, pero su lectura asume que toda erosión del orden político equivale a una amenaza autoritaria. En la tradición de pensamiento en la que se inscribe, la libertad peligra cuando el poder se concentra. En el caso peruano ocurre exactamente lo contrario: la libertad se desvanece cuando el poder se disuelve. El ciudadano no teme a un Estado opresor, sino a su inexistencia. No hay Leviatán, sino vacío.

El Perú no ha sido capturado por un régimen autoritario; ha sido abandonado por su clase política. Las mafias y redes ilegales que prosperan no son la causa del colapso, sino su consecuencia. No gobiernan contra el Estado, sino que instrumentalizan su ruina. En la práctica, el poder político en el Perú se ha fragmentado en microautoridades que administran territorios, rentas y lealtades, mientras el poder central se consume en luchas internas, canibalizándose entre si. La república continúa, pero sin mando y en caos.

Por eso, hablar de “muerte de la democracia” es errado. La democracia en el Perú no ha muerto: sobrevive en estado de descomposición. Cada crisis reordena temporalmente sus fracturas. Cada destitución presidencial inaugura un nuevo equilibrio de debilidades. Cada escándalo judicial destruye un poder y da vida a otro. El sistema político no se reinventa, se recicla. Su inestabilidad es su continuidad.

La columna del New York Times advierte que “la libertad puede morir sin dictador”. Pero en el Perú, lo que ha desaparecido no es la libertad, sino la autoridad. La libertad necesita un poder que la garantice, un orden que la sostenga. Cuando ese poder se evapora, la libertad se convierte en una palabra vacía. La crisis peruana demuestra algo más complejo: que una democracia defectuosa puede persistir sin gobierno.

Esa es la verdadera anomalía del Perú contemporáneo: un país que no vive bajo un Leviatán, sino en un permanente Estado de la Naturaleza.

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Etiquetas: , , , , , , Last modified: 26 de octubre de 2025
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