Escrito por 15:22 Opinión

Una semana para psicoanalizar al Perú, por Tony Tafur

Hay países que necesitan décadas para exponer sus complejos más profundos. El Perú, en cambio, lo hace en siete días. La última semana fue una sesión abierta de psicoanálisis nacional: una secuencia de episodios que no se entienden por separado, sino como síntomas de un mismo organismo emocional que —entre traumas, impulsos y contradicciones— revela quiénes somos cuando nadie pretende fingir. El país habló, quizá sin quererlo, pero habló con fuerza.

Las sentencias contra Pedro Castillo y Martín Vizcarra no fueron simples fallos judiciales; fueron diagnósticos clínicos de las deformaciones políticas que el Perú toleró durante demasiado tiempo.

Castillo jamás fue un líder. Fue la cristalización de un antifujimorismo visceral dispuesto a convertir cualquier figura —aunque careciera de preparación, solvencia o visión— en depositaria de sus frustraciones. Su gobierno no nació de un proyecto, sino de una reacción emocional: resentimiento convertido en narrativa, urgencia social convertida en coartada. Gobernó desde la precariedad conceptual y la pulsión primaria, como quien confunde el Estado con una extensión de su bronca personal.

Vizcarra, su espejo invertido, encarnó la versión higienizada de esa misma deformación. Fue el tecnócrata televisivo que sustituyó la institucionalidad por conferencias diarias, que convirtió la moralina en política pública y que creyó que la popularidad podía suspender la responsabilidad.

La distancia entre ambos es estilística, no estructural. Los dos operaron desde el antiinstitucionalismo emocional, desde la fantasía de que la narrativa podía reemplazar a la ley. Por eso sus sentencias casi simultáneas no son coincidencia: son una lección. En el Perú, las formas de la impostura cambian, pero su desenlace es invariable.

En ese contexto, Dua Lipa apareció como otro síntoma del inconsciente colectivo. Su concierto en San Marcos funcionó como una fuga emocional, pero también como una demostración sociológica: cuando hay reglas, cronograma y alguien que sabe lo que hace, miles de jóvenes peruanos pueden ordenarse con una eficiencia que haría sonrojar a más de un funcionario con cargo rimbombante.

Y sin embargo, conviene no caer en la pirotecnia: Dua Lipa es, a la vez, refugio y advertencia. Su talento convive con una militancia estética propia de la izquierda chic global, capaz de expulsar a una modelo por usar una polera pro-Bolsonaro o de cortar lazos con quienes no encajan en su relato sobre Palestina, como si el dolor humano fuera un monopolio geopolítico. Es una contradicción de carne y hueso: vive del lujo mientras coquetea con discursos de igualdad que jamás pisa. Y quizás por eso conecta tanto con el Perú, un país experto en celebrar el igualitarismo… siempre y cuando no interrumpa nuestras propias comodidades.

Por su parte, la final de la Copa Libertadores entre Flamengo y Palmeiras fue la tercera pieza del rompecabezas. Los brasileños trajeron al Monumental algo que aquí escasea no por falta de instituciones, sino por una sobrepoblación de incompetentes con poder discrecional: liderazgo sin melodrama, disciplina sin poses ideológicas, talento sin excusas.

Once jugadores ejecutando un plan sin victimizarse, sin responsabilizar al árbitro, sin buscar culpables imaginarios. En la cancha había meritocracia real; en las tribunas, un país observando cómo luce la eficiencia cuando no la sabotean ni los ignorantes de la gestión pública ni los aficionados al lobby fácil.

El partido fue una clase magistral que el Perú no pidió pero que necesitaba: la demostración de que el orden, cuando existe, emociona; que la estrategia, cuando se respeta, une; y que la victoria, cuando se trabaja, no se declama. Una evidencia dolorosa —y a la vez brillante— de que la excelencia continental todavía es posible… siempre que no la subcontraten a la incompetencia de turno.

Y luego vino el capítulo más freudiano: el APRA, un partido que ya no necesita adversarios porque ha convertido la autodestrucción en tradición.

En sus primarias eligieron a Enrique Valderrama, un dirigente entusiasta y bienintencionado, pero incapaz de comprender que lo que heredó no es un partido sino un duelo mal resuelto. El aprismo continúa buscando reencarnarse sin aceptar que su única figura verdaderamente gravitante fue Alan García, el único que convirtió a la estrella en gobierno y no en reliquia. Todo lo demás es arqueología emocional.

La entrevista fallida de Valderrama hace poco desde Rústica —entre gritos, música y un ruido ambiente tan implacable que terminó cancelando la conversación— fue la metáfora audiovisual perfecta. El APRA ya no tiene voz propia, solo el eco de lo que alguna vez fue. Pero insiste, con tenacidad casi romántica, en confundir supervivencia con relevancia y nostalgia con propuesta.

Cuando se observan estos episodios juntos —las sentencias, el concierto, la final, la tragedia sentimental del aprismo— emerge una conclusión inevitable: el Perú no está roto; está confundido. Oscila entre su pulsión autodestructiva y su capacidad de excelencia. Entre líderes que no saben qué hacer con el poder y ciudadanos que sí saben qué exigir cuando alguien hace bien su trabajo. Entre el ruido político y la claridad que llega, sorprendentemente, desde la música, el deporte o incluso la memoria de un partido que no logra aceptar su final.

Y ese es el verdadero aprendizaje de esta semana monumental: que el país sigue buscando un centro de gravedad, que cada crisis revela un orden posible, que cada descalabro deja entrever una oportunidad, y que cada contradicción —desde Dua Lipa hasta el aprismo— nos obliga a mirarnos con menos ingenuidad y más lucidez.

Porque, pese a todo, pese a nuestras torpezas y excesos, pese a los complejos viejos y las improvisaciones nuevas, el Perú es clave.

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Etiquetas: , , , , , , , , , Last modified: 1 de diciembre de 2025
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