Lo dijo en septiembre. Pero lo pensó desde siempre. “Que me sigan diciendo lo que quieran, me baño en manteca, me llega”.
La frase quedó en la memoria colectiva como un pequeño terremoto verbal. La presidenta Dina Boluarte no solo pretendía evadir la presión mediática, la crítica justificada; sin saberlo, nos dejó una radiografía brutal de su relación con la ciudadanía: indiferencia, desdén y un sentido distorsionado de la responsabilidad pública. Y lo vemos ahora con la literatura motivacional que quiere transmitir a los transportistas que están en paro por la ola de extorsión.
¿Te piden cupos? No contestes pues. Así son practicamente las incomestibles recomendaciones de la señora.
La frase citada al inicio no fue solo un capricho lingüístico. Condensa una actitud que permea el ejercicio del poder: funcionarios que olvidan que la política no es un escenario de exhibición personal ni un ring de supervivencia emocional, sino la gestión concreta de la vida de millones de peruanos. Cuando una máxima autoridad declara que todo le resbala, no transmite fortaleza, transmite impunidad moral y un permiso tácito para la apatía.
Si queremos ser rigurosos, podemos trazar paralelismos inquietantes. El dictador Nicolás Maduro, en Venezuela, baila, hace chistes y se ríe frente a la cámara mientras el país atraviesa su peor crisis económica y social de la historia. La conchudez no es exclusiva de un contexto; es un patrón de gobernanza que confunde la liviandad con libertad, y la indiferencia con autonomía. Ausencia de contenido en su máxima escala.
Volviendo a Perú, el “código de la manteca” revela un riesgo tangible: estamos allanando el terreno para una cultura política donde la apatía se naturaliza, donde la responsabilidad se vuelve opcional y donde los valores de gestión —honestidad, diligencia, previsión— pierden centralidad. El problema no es un tuit, un comentario o un mal chiste. El problema es que estas expresiones no son aisladas; reflejan cómo se concibe la autoridad y, peor aún, cómo se proyecta hacia el pueblo.
Las elecciones de 2026 se aproximan con este telón de fondo. Si la política no logra reinsertar principios de seriedad, compromiso y rigor, corremos el riesgo de repetir una peligrosa fórmula: alta abstención en las urnas, representación debilitada y un nuevo presidente que, una vez más, no haya sido elegido por la mayoría real del país. Pero el problema no acaba ahí. También podríamos estar presenciando la erosión final de los mínimos estándares de exigencia ciudadana, al punto de que la masa termine optando por quien acumule más seguidores en plataformas como Kick. “Si al final será lo mismo de siempre”, dirían.
En otras palabras, nos enfrentamos a un futuro donde la gestión pública llevará el espectáculo a un nuevo nivel y la seriedad será una anomalía. Y ese podría ser, precisamente, el legado simbólico de la prédica de la manteca: una política liviana que fabrica liderazgos huecos. Y si no corregimos esta deriva, lo que hoy nos parece un gesto trivial mañana será un rasgo estructural de nuestra vida política. Porque cuando el poder se unta de manteca, no resbala la crítica: resbala el país entero.
Etiquetas: 2026, Dina Boluarte Last modified: 9 de octubre de 2025