El uso incorrecto de las palabras, cuando encuentra los canales y la audiencia, puede derribar todas las puertas de la realidad. Y esa es la cruzada eterna de algunos sectores que buscan reconfigurar, o convenientemente redireccionar, la masa de ingenuidades, siempre teniendo a la hipérbole de su drama o su heroísmo como un insumo movilizador. Ahí vemos el diagnóstico casi cinematográfico de los que retratan al Perú como una dictadura, un delirio analítico que nos pone como equivalentes de Venezuela o China. O también los que usan su púlpito digital, sobre todo Twitter, para maquillar el perfil o los fines del corpus ideológico que defienden: aseguran que la izquierda nunca fue ni será totalitarista. La verdad, al parecer, en algunos ejemplares humanos, es un delito.
Esta logística doctrinaria se vio en un último episodio protagonizado por la banda punk Diazepunk, que aprovechó un concierto para evangelizar la protesta del 15 de octubre en el Centro de Lima. Lejos de reconocer la vocación incendiaria de algunos participantes, marcó la dialéctica de siempre: ellos, los buenos; el resto, los malos. El típico salmo para invocar a la indignación. Y como complemento hizo hincapié en que son golpeados y hasta secuestrados, anuncios que como conjuros son ese algoritmo social que terminan generando un salto cuántico de la realidad a la ficción. Viven de autoconvencerse de que son una resistencia, pero solo eso: jamás son salidas. Y en ese trance, sin advertirlo, terminan siendo puentes de los mismos de siempre.
Uno no puede evitar pensar en Orwell: el lenguaje maltratado no describe la realidad, la fabrica. Ya no importa si existe o no una estructura autoritaria; basta con sentirla, basta con pronunciarla. Esa es la alquimia emocional de la izquierda: sustituir los hechos por atmósferas, la evidencia por afectos. Es como una especie de régimen paralelo donde se absolutiza su portátil. Y cuidado porque son incuestionables.
Otro caso particular es el de Martín Caparrós, que acaba de lanzar otra máxima de laboratorio. “¿Por qué dicen que la dictadura intolerable de Maduro es de izquierda? ¿Porque él lo diga? ¿Si yo digo que soy el rey de Prusia me van a llamar Majestad?”, tuiteó.
Su sarcasmo destila ese también típico cinismo que busca convertir a la ideología en un refugio emocional, en una excusa estética para no pensar. Y es que ya no se busca entender el mundo, solo sostener un identidad sin importar si tienen la razón o no. Un performance definitivo con toque de industria.
No es casual que esta operación se reproduzca en distintas escalas: desde la consigna callejera hasta el ensayo mediático. Es una misma maquinaria que hace de la indignación un producto de consumo masivo. Se seleccionan los hechos, se eliminan los matices y se amplifican los símbolos hasta volverlos dogmas. Todo se ordena para que la realidad encaje en la épica del oprimido o en la redención del rebelde profesional.
Lo más inquietante es que este modelo se normaliza. Las palabras “dictadura”, “represión”, “fascismo”, “genocidio”, pronunciadas sin el peso de la precisión, funcionan como llaves emocionales que anulan el juicio y reemplazan la reflexión por la simple inercia. Así se forja una nueva forma de censura: no la del silencio, sino la de la saturación. Ya no se calla al discrepante: se le ahoga en ruido, se le ridiculiza.
Y en medio de ese ruido coral, la izquierda celebra convencida de que su discurso sigue siendo contracultural, cuando en realidad ya forma parte del establishment simbólico. Un poco más, y empiezan a cotizar su rebeldía fotogénica.
