Escrito por 08:00 Opinión

Cancán en París

Mi madre desde pequeños, siempre nos inculcó la buena música a mis hermanos y a mí. Nos ponía radio Selecta o algunos discos de música clásica y nos hacía luego adivinar con los primeros sonidos, qué obra era y quien era el compositor. Esto lo anotábamos en un cuaderno con nombres en orden alfabético. De esta manera, cada uno tenía su cuaderno y este se iba llenando de obras y autores, a medida que uno escuchaba más música. Aún guardo ese cuaderno. Recuerdo que entre todas las obras que escuchábamos, unas mas difíciles y otras mas sencillas, mi madre nos explicaba la vida del compositor y cómo compuso esa determinada obra. Entre todos los compositores que oíamos, uno catalogado entre los sencillos, era Jacques Offenbach, autor del famoso y conocido “Gaité parisienne”. Mi madre nos prometió que algún día veríamos bailar el verdadero cancán en el mismo París. Ya sea en el Moulin Rouge o en el Folies Bergere, famosos cabarés parisinos de mediados del XIX, hoy conocidos en todo el mundo.

Fue así como luego de su exitosa primera exposición individual de sus óleos en Lima y, gracias a las ventas de sus cuadros, mi madre nos invitó a mis dos hermanos y a mí, a nuestro primer viaje a Europa. Visitaríamos España y Francia. Los pasajes los teníamos gratis, gracias al trabajo de mi padre como gerente de una conocida línea aérea de pasajeros. El alojamiento en París, mi padre nos lo consiguió en casa de un francés amigo suyo. Mi padre nos despidió en el aeropuerto, pues él tenía que quedarse por trabajo, y nos embarcó a mi madre, a mis dos hermanos y a mí. Volar en primera clase en el novedoso avión jumbo de Air France, a mis 18 años recién cumplidos, mis hermanos de 16 y 14, era un sueño hecho realidad. Estamos en octubre de 1978.

Luego de un vuelo haciendo escala en las ciudades de Manaos (Brasil) y Cayenne (Guayana francesa) -así era de extraña la ruta- salimos para París. En primera clase y excelentemente atendidos por unas hermosas rubias aeromozas francesas, mis hermanos y yo nos dejábamos engreír por éstas y arrasamos con cuanta botella de champan francés existiera en el avión, el mejor filet Mignon para comer y cigarrillos de las mejores marcas -pues en el Perú por el gobierno militar, las importaciones de cigarrillos no existían- por lo que nos sentíamos literalmente en el paraíso terrenal. Luego de toda una larga noche de vuelo, llegamos en un gris amanecer a París. El nuevo aeropuerto Charles de Gaulle era lo último en aeropuertos. Luego de recoger nuestros equipajes, mi madre sacó un papelito con la dirección de nuestro alojamiento -la casa del amigo francés de mi padre- y pidió un taxi. Ahí comenzó nuestra aventura. El taxista nos dijo mediante señas y demás expresiones -pues mi madre ni ninguno de nosotros hablábamos ni michi de francés- que teníamos que viajar en dos taxis, pues no se recibía a más de dos personas por taxi. ¡Vaya regla para absurda! ¡Bienvenidos a Francia! ¿Nos habrá visto la cara de turistas peruvianos? No nos quedaba alternativa. Fue así como un frio amanecer parisino llegamos en dos taxis a nuestro alojamiento en el 36 de la rue Du Bac, en el barrio de Asnieres, al norte de París. Un barrio residencial elegante y típico parisino. Nuestro alojamiento consistía nada menos que en una mansión de tres pisos en esquina, rodeada de un alto cerco de reja labrada, con el clásico techo a dos aguas. La rue Du Bac era una calle famosa, porque fue allí en donde ocurrió en 1830 la famosa aparición de la Virgen que luego la denominarían de la “Medalla Milagrosa”.

Mi madre tocó el timbre mientras nosotros bajábamos las maletas. Nos abrió una doncella en uniforme -con cofia, mandilito blanco y todo lo demás- que pensamos que nos habíamos equivocado de lugar. Mientras mi madre le explicaba a la doncella -en una mezcla de español e inglés- que veníamos del Perú, nosotros ya habíamos ingresado con maletas y todo a la recepción de la casa llegando hasta la sala. La doncella no sabía qué hacer. ¡Unos peruanos habían invadido la casa!Finalmente cogió un teléfono y llamó a alguien. Una media hora mas tarde apareció un señor elegante, con pelo entrecano -con un aire a Charles Aznavour- que nos dio la bienvenida en un buen español, con acento francés. Era el señor Barreau, exitoso hombre de negocios y luego su esposa madame Gigi, apareció a los pocos minutos. Era una reconocida médico ginecóloga.  Nos miraban con cara de: “¿de donde salieron estos?”. Al parecer, no habían recibido aún la carta de mi padre anunciando nuestra llegada. Ni modo. Igual nos acogieron y nos dieron dos habitaciones en el tercer piso. La mía tenía un piano de cuarto de cola Pleyel para que tocara cuando quisiera.

Una vez instalados, mi madre vehemente, quería ya salir a caminar por París y comprar entradas en el Moulin Rouge o en el Folies Bergere, para ver el famoso cancán. Eran recién las 9 de la mañana. Luego de caminar y pasear por todo París, llegamos al barrio de Pigalle y ya no había entradas en el Moulin Rouge, por lo que nos fuimos al Folies Bergere para comprar entradas para otro día. Sin embargo, entre el francés de mi mamá y su inglés, no le entendieron nada y nos enchufaronentradas para esa misma noche. No nos quedó otra que ingresar al teatro, pese al cansancio terrible de una noche de vuelo sin dormir y la caminata parisina posterior. ¡Al fin veríamos el famoso cancán de Offenbach!

Imagínense ustedes a cuatro turistas peruanos agotados, mirando un espectáculo de primera, con decenas de bailarinas con plumas y trajes ligeros bailando y cantando con diversos musicales y shows de lujo, durante más dos horas, llegó un momento en que no dimos para más. Precisamente cuando arrancó como numero final, el famoso Gaité Parisienne de Offenbach, apareciendo las bellas bailarinas emplumadas, saltando en una pierna, bailando y levantándose las faldas, con las piernas hasta arriba, gritando con la alegría propia del cancán… mi madre y mis dos hermanos roncaban a pierna suelta, cada uno recostado en su silla, mientras yo cabeceaba y los espectadores franceses a mi costado nos miraban asombrados y me decían -algo les entendía el francés y las muecas que me hacían de asombro- que no podían creer como nos podíamos dormir ante tremendo espectáculo. Alguno hasta nos tomó una fotografía. ¡No lo podían creer! Pero lamentablemente, ocurrió así. Vinimos hasta París a ver el famoso cancán de Offenbach y solo quedó en un cancán de ensueño, por no decir de mucho sueño. Mi madre y mis hermanos roncando a pata suelta, se perdieron el cancán. Por mi parte, recuerdo algo entre nebulosas de plumas, piernas en alto, música alegre y gritos femeninos. C´est tout. Eso es todo. Regresamos de madrugada a nuestra mansión. Dormimos como lirones hasta el mediodía y para cuando despertamos, le contamos a monsieur Barreau y madame Gigi, de nuestra somnolienta aventura nocturna parisina por lo que no pararon de reírse. A modo de epílogo, puedo decir que me he prometido algún día volver a París, al Moulin Rouge, sentarme ante una mesa como Toulouse Lautrec, a ver cancán y no dormirme. Y si me vuelvo a dormir… ¡Qué le vamos a hacer! ¡C’est la vie! ¡Oh la la!

Last modified: 5 de octubre de 2025
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