El Perú atraviesa un momento macroeconómico singular. Un superávit comercial excepcional, sostenido por el dinamismo de los minerales y la agroindustria, coincide con un dólar global debilitado. Esa combinación ha empezado a empujar al sol hacia una apreciación que no responde a un aumento real de productividad, sino a factores externos. Este desbalance es el núcleo de la llamada enfermedad holandesa: cuando los ingresos extraordinarios fortalecen artificialmente una moneda y terminan erosionando la competitividad de los sectores no exportadores.
En Asia, ya se utiliza otra metáfora aún más ilustrativa: la Gripe de Formosa. El caso de Taiwán demostró cómo enormes superávits tecnológicos pueden generar una apreciación demasiado rápida, afectando industrias ajenas al boom. El Perú se acerca peligrosamente a esa dinámica: cifras externas sólidas acompañadas de una economía interna que no se fortalece al mismo ritmo.
Las exportaciones baten récords y el Banco Central acumula reservas, pero la demanda interna sigue débil, el empleo formal crece lentamente y los costos locales continúan rígidos. Una apreciación prolongada del sol podría golpear a manufactura, servicios, turismo, agrotransformación y miles de pequeñas empresas para las cuales cada punto porcentual del tipo de cambio define su margen de supervivencia. Este fenómeno no es nuevo. Holanda lo vivió en los años setenta tras el descubrimiento del gas natural: su moneda se fortaleció, su industria se debilitó y el país tardó en reaccionar.
La manera en que Holanda corrigió el rumbo es hoy referencia obligada. Creó mecanismos fiscales para aislar los ingresos extraordinarios y evitar que inundan la economía como liquidez inmediata. Impulsó reformas que redujeron costos internos, aumentaron la flexibilidad laboral y eliminaron barreras que encarecen su estructura productiva. Los pactos salariales fueron decisivos: acuerdos entre gobierno, sindicatos y empresas que alineaban aumentos de remuneración únicamente a la productividad real. Al mismo tiempo, el país ejecutó una estrategia seria de diversificación productiva, impulsando manufactura avanzada, servicios empresariales, logística e innovación. Complementó esto con inversiones masivas en infraestructura y la modernización del aparato estatal, elevando la productividad general. Finalmente, reforzó sus reglas fiscales para impedir que ingresos volátiles se transformaran en gasto corriente.
Esa arquitectura estratégica permitió a Holanda frenar la enfermedad holandesa y emerger con una economía más robusta que la que tenía al inicio del problema. La lección es directa: los superávits no se celebran, se administran. El Perú necesita replicar esa lógica. No basta con exportar más; hay que convertir esa liquidez en un activo estratégico. El país requiere mecanismos robustos para aislar ingresos extraordinarios, ya sea mediante un fondo soberano o una regla fiscal endurecida. Necesita también un plan nacional de competitividad que modernice infraestructura, simplifique trámites, impulse la digitalización, fortalezca el capital humano y eleve la productividad. Finalmente, debe diversificar su canasta exportadora hacia agroindustria avanzada, servicios globales, energías renovables y tecnología. Exportar más de lo mismo no es una estrategia; es una dependencia.
El superávit actual representa una oportunidad que no se repetirá en el corto plazo. Convertirlo en plataforma de crecimiento o en una trampa silenciosa dependerá de la disciplina, claridad y visión con que el país actúe hoy. Holanda demostró que sí se puede evitar el daño silencioso de una moneda demasiado fuerte; lo que falta es voluntad para aplicar la estrategia adecuada.
El superavit es un activo; gestionarlo bien es la responsabilidad del directorio llamado Perú
