La doctrina del uso proporcional de la fuerza por parte del Estado, concebida como límite al abuso del poder, se ha convertido en el Perú en un principio paralizante. Bajo la apariencia de proteger derechos fundamentales, ha terminado desprotegiendo el orden que los sustenta.
La autoridad no puede ser equivalente a quien la desafía. La fuerza legítima del Estado, como recordaba Max Weber, mantiene el monopolio de la violencia precisamente porque es superior, no porque se equilibra con la violencia privada. Si el Estado reduce su capacidad coercitiva al nivel de sus agresores, abdica de su función soberana: preservar el orden público.
Las recientes revueltas en Lima revelan esta contradicción. No fueron protestas espontáneas, sino acciones coordinadas con tácticas de sabotaje y financiamiento. Se destruyeron infraestructuras, se cortó la fibra óptica que alimentaba cámaras de seguridad y se usaron luces para cegar a los agentes. Aun así, la Policía actuó bajo órdenes de contención extrema:
uso restringido de gases, prohibición de armas letales y dependencia de proyectiles de goma. El resultado fue previsible: decenas de policías heridos y un proceso judicial contra el agente que se defendía.
El principio de proporcionalidad tiene sentido en el ámbito penal o administrativo —limitar la pena al daño causado—, pero aplicado literalmente al orden interno desnaturaliza el poder público. La coerción estatal no busca equilibrar fuerzas, sino restaurar el orden. La simetría puede parecer moralmente elegante, pero políticamente es suicida.
Desde Hobbes hasta Schmitt, la autoridad es condición de posibilidad de la libertad civil. Sin autoridad, el ciudadano queda sometido a la fuerza del más audaz. El Leviatán no simboliza tiranía, sino la necesidad de una fuerza centralizada que impida la guerra de todos contra todos. Esa fuerza, para ser eficaz, debe ser claramente superior.
El discurso progresista actual confunde autoridad con autoritarismo y represión con violencia ilegítima. Por desconfianza hacia el Estado coercitivo, se idealiza la protesta como expresión pura de ciudadanía. Pero cuando la protesta deviene sabotaje, la defensa del orden no puede seguir los códigos de la simetría moral. La asimetría es lo que separa la ley del caos.
El Estado peruano vive hoy un dilema peligroso: el miedo político a ejercer la fuerza legítima. Los protocolos policiales ya no están diseñados para garantizar eficacia operativa, sino para proteger a los propios agentes de futuras sanciones judiciales. En esa paradoja, la autoridad se vacía y el orden se convierte en una ficción jurídica sostenida por la inercia.
Redefinir la proporcionalidad es urgente: no como obstáculo, sino como límite al abuso. El uso legítimo de la fuerza exige prudencia y firmeza. La prudencia sin autoridad es miedo; la autoridad sin prudencia, abuso. Entre ambos, el equilibrio no está en la igualdad de fuerzas, sino en la eficacia del orden.
Porque un Estado que empata con el desorden deja de ser árbitro para convertirse en rehén.
