OpiniónDomingo, 6 de agosto de 2023
Carlos Raffo Dasso in memoriam, por Mauricio Novoa
Mauricio Novoa
Decano de Artes Contemporáneas, Ciencias Humanas y Educación en la UPC

Carlos Raffo Dasso fue quizá el anfitrión político más importante (y más discreto) que tuvo el Perú en las últimas décadas y su partida deja un inmenso vacío en varias esferas. Empresario, hombre de Estado y golfista, su principal virtud fue la de congregar. Su proverbial fama de consiglieri, agudo observador y gastrónomo, lo precedieron antes de conocerlo personalmente en 2012, a propósito de una entrevista que le hice para la edición conmemorativa de los 50 años del CADE en la revista Poder.

La trayectoria de Carlos Raffo fue notable: empresario textil, director de varias empresas y uno de los fundadores de IPAE. Simpatizante aprista, tuvo una larga amistad con Víctor Raúl Haya de la Torre (siempre contaba que, luego de una manifestación, le dijo que quería inscribirse en el partido, a lo cual respondió: “No te metas en eso, eres un amigo leal y no eres para para estar en el partido”). Fue embajador en Londres y ministro de Industria en el primer gobierno de Alan García -convocado para recomponer las relaciones con el sector privado tras el intento de estatización de la banca-, y después vicepresidente del BCR en su segundo gobierno. Fue también director del Banco de la Nación durante la transición democrática (1978-80) y director de la SNI.

Posiblemente fui uno de los últimos invitados al “grupo”, como eufemísticamente llamaba Raffo a las personas que convocaba a cenar a casa los martes sin necesidad de invitación (solo había que avisar la inasistencia). Era un grupo tan diverso en personalidades, como plural en términos políticos, sujeto a una regla de oro que Raffo se encargaba de repetir: “una sola conversación”. Raffo fue un virtuoso para reencauzar discusiones, cortar soliloquios y enfriar intemperancias. Tenía, además, un talento innato para el uso apropiado de los silencios y la frase rotunda, así como un agudo sentido del humor.

Las comidas de los martes tenían siempre el mismo formato: se comenzaba con un aperitivo en la biblioteca, en donde se repasaban las últimas noticias y chismes y luego entrábamos al comedor en donde la conversación tendía a ser más de fondo. Antes de empezar, Raffo hacía una explicación del plato, casi siempre cocina regional italiana, que revelaba un conocimiento profundo de la cocina y su evolución, más allá de los matices gastronómicos (siempre decía, por ejemplo, que el planteamiento de la cocina peruana actual era descabellado porque “se inventaban cosas sin haber pasado por la codificación”). En retrospectiva, puede decirse que cada tertulia tuvo un tono específico, no solo en los temas sino también en la comida (no recuerdo ningún plato duplicado). Es cierto que no todas las comidas fueron igualmente animadas, y que muchas veces las diferencias de opinión fueron álgidas, pero la norma fue el trato cordial y el respeto; y al final, creo, hubo un genuino aprecio entre quienes formamos parte de ese grupo a pesar de nuestras diferencias.

En La cultura de la conversación Benedetta Craveri sostiene que fueron los saloniers franceses del siglo XVIII quienes le dieron estructura y forma a la conversación moderna, creando una nueva forma de sociabilidad. Sin estructura, no sería posible conversar. En el mismo sentido, puede decirse que Raffo estableció un formato para el diálogo, para el entendimiento mutuo en una sociedad dividida que, como el mismo decía, en un momento “perdió la capacidad de conversar”. En ello fue central el arte de la moderación en sentido amplio (“he sido derrotado muchas veces y nunca he sido apasionado ni sectario”) y la vocación por acoger, por congregar. ¿De dónde provino este impulso? Difícil saberlo, pero quizá su comprensión de la humanidad como algo contradictorio, imperfecto, con sombras y luces, en donde los cargos, los discursos y los honores son efímeros, hizo urgente la necesidad por establecer, utilizando sus propias palabras, “un grupo donde se pueda conversar con franqueza.” Una parte de esta vocación lo llevó a conseguir aquello que Jacques Maritain llamaba la amistad cívica, es decir, la amistad que aspira al bien común. El legado de Carlos Raffo fue insistir la conversación como un código para moldear, para mejor, la vida social, intelectual y política de un país. Evidencia la importancia, así como la fortaleza, de lo efímero en la generación de la cultura política. Al hacerlo enrostra a una envilecida esfera pública peruana su falta de propósito, aridez y peligrosos abismos; pero quisiera pensar que esta trascendente vocación que tuvo Carlos en vida muestra también las inmensas posibilidades, incluso la belleza, que existen al emprender el camino del diálogo. 

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