Hay momentos en que la historia no absuelve, sino castiga. El caso de Álvaro Uribe Vélez no es el de un exmandatario cualquiera procesado por delitos comunes. Es el de un jefe de Estado que devolvió el control territorial a su país, restauró el orden, enfrentó al terrorismo marxista y restableció la soberanía interna de Colombia. Por todo eso, lo tenían que destruir.
Uribe gobernó Colombia entre 2002 y 2010. Llegó al poder con una promesa clara: no pactar con los violentos, no justificarlos, no entenderlos, no llevarlos al Congreso. Derrotarlos. Y lo hizo. Asestó golpes decisivos a las FARC y devolvió a millones de colombianos la sensación de que el país no era una guerra sin fin. Con Uribe, el Estado colombiano volvió a existir más allá de Bogotá. Eso, en Hispanoamérica, es un pecado.
Porque, en esta región dominada por una red de gobiernos, partidos, ONGs y organismos internacionales vinculados al socialismo del siglo XXI, lo único permitido es negociar con los violentos, victimizar al victimario y paralizar al Estado. El que se atreve a romper ese guion, lo paga. Y Uribe lo pagó.
Desde que dejó el cargo, fue blanco de una estrategia minuciosa de demolición. Se lo acusó de paramilitarismo, de manipular testigos, de delitos cometidos por terceros. Se lo cercó con procedimientos, recursos y doctrinas importadas. Se lo condenó, finalmente, sin pruebas directas, con el mismo tipo de argumentación que se ha usado en otros países para neutralizar líderes conservadores incómodos. Lo condenaron no por lo que hizo, sino por lo que representó.
Y esa condena no llega sola. Hace apenas unos meses, el senador Álvaro Hernán Uribe —parlamentario del Centro Democrático— sobrevivió a un intento de asesinato que fue presentado como un “accidente”. Nada se ha aclarado. Nadie ha respondido. Pero el mensaje es claro: el uribismo debe ser eliminado, sea en lo judicial o en lo físico.
¿Quién lidera este intento? Gustavo Petro, presidente de Colombia. Un exguerrillero del M-19 que participó en la toma armada del Palacio de Justicia. Un hombre que jamás pidió perdón por haber atentado contra la democracia. Hoy ocupa el sillón presidencial y, desde allí, ejerce lawfare con poder de Estado: nombra fiscales, opera con jueces afines y convierte procesos judiciales en armas de destrucción política. Petro no es víctima del sistema judicial; lo ha capturado. Y desde ahí ejecuta la venganza del terrorismo derrotado.
Uribe es el símbolo de una Colombia que no se rindió. Y eso no se le perdona. Porque mientras su figura exista, existe la memoria de un país que se atrevió a gobernarse sin pactar con los enemigos de la nación. Lo que han hecho con él es un mensaje claro a toda Hispanoamérica: quien combata al socialismo del siglo XXI será perseguido. Exactamente lo mismo que está pasando con Jair Bolsonaro y pasó con Alberto Fujimori, entre tantos otros.
Uribe fue el mejor presidente que tuvo Colombia. No porque fuera perfecto, sino porque actuó con una claridad que otros jamás han tenido: el Estado no negocia su soberanía. Por eso, los terroristas contra los que él combatió hoy lo encarcelan.