El reciente retorno de Juan José Santiváñez al gabinete, esta vez al Ministerio de Justicia, obliga a hacer una pausa y reflexionar sobre la ruta que está tomando el gobierno de Dina Boluarte. La presidenta parece apostar por un nombre que, lejos de ser un factor de estabilidad, encarna todo lo contrario: cuestionamientos, investigaciones abiertas y un prontuario de dudas que minan la confianza en las instituciones.
Boluarte se juega, con esta designación, un capital político ya bastante erosionado. La lógica de la “resistencia” —apostar por rostros que soporten el desgaste, aunque estén manchados— es un error que suele pagarse caro. No se trata de un detalle menor: nombrar a Santiváñez en Justicia es un gesto que simboliza la desconexión del Ejecutivo con la sensibilidad ciudadana y con las exigencias mínimas de probidad.
La pregunta es si la presidenta es consciente de la magnitud del riesgo que corre. La política es cálculo, sí, pero también percepción. Y lo que percibe hoy la ciudadanía es que su gobierno se atrinchera en figuras incapaces de garantizar transparencia. En un escenario de alta desconfianza institucional, jugar con el descrédito es casi un suicidio político.
El corto plazo será decisivo. Santiváñez llega a un ministerio donde la palabra “justicia” no puede estar contaminada por sombras. Tendrá que demostrar resultados de inmediato, en un terreno donde la sociedad está dispuesta a exigir cuentas con severidad. Y aquí radica la mayor amenaza: si no hay avances claros y creíbles, si las investigaciones que pesan sobre el ministro siguen marcando la agenda, lo que se habrá consumado será un harakiri político de consecuencias impredecibles para la presidenta.
El Congreso, por su parte, no puede permanecer pasivo. La obligación de ejercer control político frente a un ministro cuestionado es ineludible. No se trata de bloquear la gestión, sino de resguardar la legitimidad de la justicia ante cualquier intento de manipulación o captura. La supervisión parlamentaria será clave para que este nombramiento no se convierta en una licencia para el abuso.
Boluarte tiene, todavía, margen para rectificar. Pero cada paso en falso la acerca más a la cornisa. Un gobierno que prometía orden no puede entregarse al desorden moral y a la frivolidad del poder. La estabilidad no se construye con blindajes, sino con decisiones firmes y correctas. Y si la presidenta insiste en normalizar lo anómalo, no será solo su gobierno el que se desmorone: será la poca confianza que queda en el sistema democrático. Ese, señora presidenta, sería un harakiri que pagaremos todos.