La democracia no se juega solo el día de las elecciones, sino en lo que ocurre al día siguiente.
Si las instituciones no funcionan, el voto se convierte en un producto defectuoso, incapaz de traducirse en libertad, prosperidad o justicia.
Desde la Grecia clásica hasta Tocqueville, pasando por Locke, Montesquieu y Rousseau, la lección es clara: sin reglas que acoten al poder, la democracia se vacía de contenido. No basta con urnas ni discursos; se necesita un Estado de derecho sólido, jueces que fallen con independencia y parlamentos que legislen para todos, no para clientelas o caudillos de turno.
En América Latina, conocemos esta realidad de sobra. Congresos capturados por intereses, alcaldías usadas como cajas chicas, sistemas judiciales sometidos al poder político o económico: todo esto erosiona la confianza ciudadana. El resultado es previsible: deslegitimación, apatía y, en ese terreno fértil, la aparición del populismo, que promete salvación mientras debilita aún más las regla del juego.
Friedrich Hayek lo advirtió con lucidez: una mayoría puede votar medidas que recorten derechos individuales. Karl Popper lo complementó: la democracia vale porque permite cambiar gobernantes sin derramamiento de sangre, pero esa posibilidad solo es real si existen instituciones que lo garanticen.
No se trata de un debate académico. El costo de las instituciones débiles es tangible: inversión que no llega, empleos que no se crean, medicinas que no se entregan, servicios públicos que no alcanzan. Cada ciudadano paga ese precio, aunque no siempre lo perciba.
Por eso, el remedio no está en revoluciones violentas ni en caudillos providenciales. La verdadera solución es una renovación institucional desde dentro de la sociedad. Alexis de Tocqueville lo resumió con brillantez: la vitalidad democrática depende de ciudadanos activos, organizados y vigilantes.
Allí donde la gente se resigna, la corrupción se perpetúa; allí donde la gente se asocia y exige rendición de cuentas, la democracia se regenera.
Hoy necesitamos un salto cualitativo en la acción ciudadana. La vigilancia pasiva ya no basta. Se requiere una sociedad civil que articule redes, que fiscalice presupuestos, que denuncie abusos, que impulse consensos. Empresarios, académicos, gremios, comunidades, líderes religiosos: todos tienen un papel que cumplir.
Se pueden identificar tres tareas inmediatas para blindar nuestra democracia:
- Meritocracia judicial con evaluación pública. Cada juez debe ser medido y auditado de cara al ciudadano.
- Compras públicas 100% trazables. Tecnología abierta para auditar en tiempo real cada sol gastado.
- Finanzas partidarias transparentes. Ingresos y egresos disponibles en línea, sin excusas.
La democracia es un delicado equilibrio entre la voluntad popular y el imperio de la ley. Sin instituciones fuertes, se pudre; con instituciones sólidas, florece.
Es urgente actuar: cuando las instituciones fallan —y sabemos que fallan— la responsabilidad no desaparece: migra a la sociedad civil. Si los frenos no funcionan, corresponde a los ciudadanos inventar nuevos. Si la política no corrige, debemos corregir nosotros.
La democracia no es solo un derecho; es un deber activo. El futuro no lo definirá un líder carismático ni un tecnócrata iluminado, sino la capacidad de los ciudadanos de defender sus libertades día tras día.
Etiquetas: democracia, Instituciones, Populismo Last modified: 7 de octubre de 2025