En el Perú la democracia no ha muerto, ha cambiado de domicilio. Cuando las instituciones se desmoronan, el poder no se extingue: se redistribuye en la sociedad civil, que hoy actúa como el último bastión de libertad.
La democracia representativa no es un estado de gracia, sino una arquitectura. Fue diseñada por el hombre con un propósito: que nadie concentre todo el poder. Esa es la esencia del sistema norteamericano de pesos y contrapesos, donde el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial se vigilan mutuamente para evitar el despotismo. En su momento, esta estructura fue una proeza intelectual. Permitió que la voluntad popular se exprese a través de representantes, pero siempre dentro de un marco de límites, controles y responsabilidades.
Sin embargo, cuando esas instituciones se corrompen o se debilitan, el ciudadano tiende a creer que la democracia ha fracasado. No es así. Lo que falla no es la democracia —como principio—, sino las instituciones concretas que la encarnan. Las instituciones pueden enfermar, ser capturadas o vaciarse de contenido; pero la democracia, como idea viva, migra a otro espacio: el de la sociedad civil.
Karl Popper lo entendió con lucidez. En *La sociedad abierta y sus enemigos*, escribió que el valor de la democracia no reside en elegir a los mejores gobernantes, sino en poder deshacerse de los peores sin violencia. Es decir, la democracia se mide por su capacidad de corrección. Y esa capacidad no desaparece cuando el Congreso o la Presidencia se hunden en la desconfianza; simplemente cambia de sede. La soberanía, que es del pueblo, se traslada a las asociaciones, a los gremios, a los colegios profesionales, a los medios, a los vecinos organizados. En suma, al tejido civil que mantiene viva la libertad.
Eso es precisamente lo que ocurre hoy en el Perú. Hemos tenido ocho presidentes en apenas catorce años —una cifra insólita incluso para los estándares latinoamericanos—. Cada caída, cada destitución y cada renuncia parecerían confirmar el colapso del sistema. Pero, paradójicamente, ese desorden también revela una extraordinaria vitalidad cívica. En Nicaragua o Venezuela los presidentes no caen: se eternizan. En el Perú, en cambio, la sociedad reacciona, protesta, denuncia y termina obligando a los poderosos a rendir cuentas. No hay dictadores vitalicios, sino un país turbulento que todavía discute, que todavía se indigna. Y esa indignación, aunque caótica, es la respiración misma de la libertad.
El punto de quiebre comenzó en los años noventa, cuando se abolió la Cámara de Senadores. Desde entonces, las instituciones se han ido erosionando: se debilitó la representación, se concentró el poder y los partidos se transformaron en cascarones vacíos. Sin embargo, pese a esa demolición institucional, el ciudadano peruano no se ha resignado a la apatía. Al contrario, se ha volcado a construir espacios alternativos de acción y de fiscalización. Hoy las universidades, los colectivos, los gremios empresariales, los medios independientes y hasta los clubes de barrio cumplen la función que el Congreso abandonó: debatir, vigilar, exigir.
Esa migración de la democracia al campo civil es un fenómeno positivo. Significa que el país no ha perdido su impulso moral. Si la política formal se degrada, la sociedad civil busca recomponerla desde abajo. No se trata de esperar a un “líder providencial” —esa vieja tentación caudillista que tanto daño ha hecho—, sino de aceptar que la regeneración solo puede venir del ciudadano común que asume su responsabilidad.
Por eso, la sucesión de escándalos y encarcelamientos no debería verse como una tragedia, sino como una purga. Tener expresidentes presos no es un signo de decadencia, sino de que la justicia —aunque lenta, aunque imperfecta— todavía funciona. En otros países, los culpables gobiernan hasta morir; aquí terminan declarando ante un juez. Esa diferencia, aunque amarga, es también motivo de esperanza.
La democracia peruana no está muriendo: está mutando. Ya no depende de los partidos ni de los caudillos, sino de los ciudadanos que se organizan, discuten y actúan. Mientras haya peruanos que se indignen y defiendan la libertad desde su propio espacio, la democracia seguirá viva.
Ocho presidentes después, la democracia peruana sigue viva porque ha dejado de esperar a los políticos y ha vuelto a confiar en sus ciudadanos.
Creo que las enormes fisuras que permiten que nuestra débil Democracia esté un tanto a la deriva, es la poca atención a la Educación y al respeto de las Leyes establecidas manoseadas por hombres por ilustrados sin valores adquiridos en casa e intereses mezquinos de Instituciones privadas ONGs que se permiten “educar” o becar a abogados del poder Judicial y autoridades que luego comprometen su accionar “legal”
Menos de la 1/4 de la población votante pertenece a ese bolsón de trabajadores y empresarios. El otro gran bolsón de gente es usada con engaños, alimentando odios y descontento con el que tiene.
No envidian lo que tienes. . . No quieren que tengas.
Las Leyes son buenas, solo hay que hacerlas cumplir.