La voluntad suicida que tienen los hispanoamericanos para elegir de gobernantes a sus verdugos es impresionante. Por más que en otras latitudes hayan pésimos votantes y pésimos políticos, esta región se caracteriza por tener los más irracionales e impresentables.
Que la izquierda esté arrasando electoralmente en el continente, nos demuestra que la derecha liberal ha fracasado con sus discursos de aula universitaria, por más hechos fácticos que sostengan. A la izquierda letrinoamericana, dueña del relato, también le sirve que muchos derechistas estén implicados en maniobras financieras grises, como los Panamá Papers, o que resulten, en la práctica, voceros y defensores del gran capital en desmedro de los reclamos populares.
De México a Chile, “la brisa bolivariana” con la que nos amenazó en 2019 Diosdado Cabello, se convirtió en un huracán imparable. Uno a uno, nuestros países se han postrado al chantaje, al engaño y a los sueños de opio -y coca- de la izquierda que pide concertación y gobernabilidad a sus opositores, devolviendo a cambio represión y ostracismo.
La izquierda entiende de las aspiraciones y revanchas de tantos grupos relegados históricamente en la región. Y a diferencia de la derecha, ensimismada con las reglas del juego democrático y limitada a sus fronteras nacionales, la izquierda irrumpe con un plan transnacional que desconoce y desprecia los marcos jurídicos de sus respectivos países.
Han venido a derribar la estructura política, social, económica y cultural de las republiquetas, y son por un lado “progresistas” y por el otro “ortodoxos”, adaptándose a las audiencias a las que deben dirigirse. En Chile, Boric coquetea con la pañoleta verde y las banderas LGTB; en el Perú, Castillo enarbola la unancha y la wiphala.
Parece que el insurgente Bolívar, ese al que algunos oligofrénicos llaman “libertador”, tenía razón cuando dijo que la única cosa que se puede hacer en América, Letrinoamérica, es emigrar.