Escribo este artículo justo después de leer el cuento de Mario Vargas Llosa (MVLL) titulado Los Vientos. La prensa y la chismografía se han detenido en unas líneas, supuestamente premonitorias, de su ruptura con la Preysler, cosa que poco me importa. De eso, que se ocupe la revista HOLA.
Lo que sí, confieso, me llenó de angustia. Tenía que saltarme párrafos por desesperación. Primero, la soledad y el abandono del personaje, sin nombre, y cuyo destino final intuimos, pero no conocemos, similar al de tantos de nuestros congéneres, que acaban sus vidas en un pequeño cuarto de la gran ciudad.
Pero, también me provocó desasosiego, en especial porque el autor del cuento es un hombre lúcido, virtud escasa y temible. En el cuento, la tristeza y pesimismo de la soledad de unos ancianos es secundaria. Lo terrible es la decadencia del espíritu, la aparente muerte de la pasión.
El cuento está lleno de nostalgia, cuando, supuestamente la flecha del tiempo apunta hacia el progreso. Parece VLL añorar o hasta estar arrepentido por la caída de reglas y ataduras, cuya abolición los liberales antaño reclamaban, porque, en vez de liberarnos, nos encadenaron, ya no a un dominio externo, pero sí, primero al de nuestros sentidos y después a la nada.
Murieron las ideas, la pasión juvenil por un mundo mejor. Fenecieron las fuerzas vitales que hicieron hombre al hombre, como el amor de Romeo y Julieta o el ímpetu justiciero de Don Quijote. La evolución lógica y natural de la letra de Cambalache, cuando canta “Todo es igual, nada es mejor. Lo mismo un burro que un gran profesor”… En efecto, ya todo es igual.
Lamenta VLL que, en su mundo distópico, la Iglesia Católica se modernizara, dejando de ser ese “bastión del machismo y conservadurismo, intolerancia y dogmatismo que fue antaño”. También lamenta el pobre reemplazo a las necesidades espirituales de la gente, antes cubierta por las grandes religiones, luego por vulgares charlatanes y estafadores. En vez de un gran Papa, en esa era distópica, tienen a las gitanas leedoras de la suerte y lanzadoras de maleficios que pululan por las calles de Madrid, ¡Vaya mejoría!
Otro falso profeta implícitamente condenado en el cuento, parece ser esa religión del ambientalismo que lleva a prohibir ya no sólo las corridas de toros, sino comer carne (disfrazado todo de culto a la salud).
Es que, como el poder aborrece el vacío, el espacio que deja la religión inevitablemente algo lo ocupará y ese algo no puede ser sino una burda farsa.
Encuentro también una crítica no dicha, pero a la vez poco disimulada, al arte contemporáneo, con su insoportable exaltación del yo, que acabó en la nada del mundo que describe. Al final, a nadie ya le gusta, en ese mundo horrendo, el arte verdadero de antaño, y el nuevo, no existe.
Pero, sobre todo, encuentro que el cuento es una advertencia sobrecogedora acerca del futuro. Debería ser un llamado a la reflexión para los liberales entre comillas, que poco entienden de libertad. Al final, la libertad existe para que elijamos no sólo nuestro destino, sino también, para que, en ejercicio de nuestro libre albedrío, tomemos las decisiones correctas en nuestras vidas. No para hacer lo que nos da la gana, pues eso es la peor de las esclavitudes, la que capitula a cada deseo.
Confío en que las fuerzas vitales del hombre de alguna manera prevalecerán y que, tras un complicado período de grave peligro, la distopia de Los Vientos, no se hará realidad. Espero y rezo.