Históricamente todos los gobiernos surgidos sobre la faz de la Tierra –en cualquier lugar y en todo tiempo– han tenido la función primordial de proteger la integridad de sus súbditos. Poco importa si tal propósito implica restringir las libertades y apelar a severas formas de sujeción, como el Leviatán, aquel monstruo bíblico, que Hobbes utilizó para personificar el poder estatal. Y es que la gente, ante el estrés o temor, está dispuesta a sacrificar sus derechos incluso, a cambio que alguna fuerza todopoderosa le proporciona seguridad y paz.
Esta es una regla universal, inscrita en el ADN del ser humano. Ella misma se repite sin cesar en las comunidades, cualesquiera sea su vocación, derrotero y destino. Si alguna asociación político-social fuese incapaz de asegurar el sosiego para sus miembros, entraría en crisis e irremediablemente se desmoronaría. No se perdona incumplir la misión de perpetuar un orden básico. Así sucede, por igual, con los regímenes de derecha o de izquierda, oligárquicos o populares, ricos o pobres. Todos aspiran a perpetuarse y, por lo tanto, procuran medidas ordinarias o excepcionales, para defenderse frente a cualquier amenaza vital.
En aquellos regímenes premunidos de ideologías redentoras –esos que añoran superar la democracia con emancipaciones fantasiosas– su orden deviene sagrado y se garantiza a sangre y fuego. En las experiencias del socialismo real la represión es implacable, no solo contra los transgresores, sino alcanza también a la disidencia en todas sus variantes. Imposible olvidar la Gran Purga de 1938 en la URSS estalinista, el genocidio en la Kampuchea de Pol Pot, las ejecuciones sumarias o la muerte lenta en las prisiones de la Cuba castrista, la persecución brutal contra los opositores en Venezuela, Bolivia, Nicaragua, cuyos gobiernos se aúpan bajo el Foro de Sao Paulo, etc.
La democracia política también es objeto de asedio por sus enemigos. Y, en consecuencia, es titular del derecho a la legítima defensa. Pero aquí la conducta democrática difiere en absoluto de los sistemas totalitarios. En la medida que el régimen admite posturas en conflicto, los antagonismos no se resuelve mediante la liquidación física, sino asimilándolos a una determinada correlación política. Salvo el caso que algunos de estos se convierten en delitos –en cuyo caso la reacción será jurídica, a través del derecho penal– lo contradictorio es inherente del quehacer democrático. Por esta razón, en las situaciones extremas se recurre a normas excepcionales respecto a la regla democrática común. La Constitución las acoge bajo las forma de estados de emergencia o de sitio. Son por eso plenamente constitucionales y de clara estirpe democrática.
El estado de emergencia es la forma legítima como una democracia brega con las prácticas subversivas. Está regulado por el Art. 137º de la Constitución, exigiendo un protocolo riguroso para su adopción ante causas muy graves que afecten estabilidad republicana. Tiene duración circunscrita e implica suspender derechos fundamentales como el de reunión o desplazamiento, para evitar colisiones violentas y, por lo tanto, víctimas fatales.
Así mismo, al facultarse la detención policial o el allanamiento domiciliario, sin mandato del juez, es dable capturar a los cabecillas facciosos y así desmovilizar las acciones subversivas. Es decir, la emergencia procura salvar vidas al impedir la comisión de actos luctuosos y criminales. De esta manera, mediante la previsión, adelantándose a los hechos, con inteligencia, se recupera el orden y la tranquilidad pública reclamados por la ciudadanía. Todo lo contrario a una eventual masacre sobreviniente a la ausencia de esta precaución.