La globalización de la economía impulsada por la revolución tecnológica y digital fue el marco general que facilitó la reducción de la pobreza y la mejora de las condiciones de vida en las zonas de menor desarrollo del mundo. Las reformas de mercado promovidas por los organismos financieros internacionales en la década de los noventa asignaron mayor importancia a sentar las bases de la institucionalidad democrática, la estabilidad macroeconómica, el crecimiento de la economía y las políticas públicas focalizadas en sectores generadores de empleo y rentabilidad social. América Latina superó la etapa hiperinflacionaria de los años ochenta, mejoró sus niveles de endeudamiento y en el caso peruano en particular fue capaz de crecer sostenidamente, convirtiéndose el Perú en un referente de la economía latinoamericana.
El gobierno del presidente Alan García, en especial, demostró cómo era posible crecer a tasas por encima del promedio latinoamericano, reducir la pobreza sustantivamente haciendo posible que más de seis millones de peruanos pasen a integrar la emergente clase media. Los países requieren políticas de largo plazo y liderazgo en la conducción del Estado. Con la elección de Ollanta Humala, el Perú inició una etapa de declive a pesar de que los precios internacionales de las principales commodities se encontraban al alza. La mala gestión se reflejó en el freno al crecimiento, la frustración de importantes proyectos de inversión y el deseo manifiesto de lograr la "sucesión presidencial" siguiendo la pauta argentina. Humala y Nadine Heredia se propusieron liquidar políticamente a sus adversarios, hoy ambos son procesados por la comisión de graves ilícitos penales.
Por otro lado, Chile retornó a la senda democrática en 1990, dejando atrás la etapa sombría de la dictadura, logrando alcanzar acuerdos políticos a través de la "Concertación" (coalición de partidos de centro y centro izquierda). En Chile a lo largo de treinta años se sucedieron gobiernos de la Concertación o de la derecha liderada por Sebastian Piñera, en un clima de debate político, reclamos sociales y demandas por mejoras en los sistemas de pensiones o en el sistema educativo e incluso se impulsaron reformas constitucionales significativas durante el gobierno de Ricardo Lagos; sin perder la sensatez. Sin embargo, Chile pretendió renegar de sus logros, cuando el llamado "estallido social" de octubre de 2019 terminó por cuestionarlo todo en un contexto de violencia sin precedentes. En aras de la igualdad, se utilizaron formas ilícitas para expresar una visión política crítica con el modelo económico, cuestionadora de la clase política y evocadora de procesos políticos fallidos como los que impulsaron Salvador Allende y la Unidad Popular en la década de los setenta. La violencia se usó como arma política, convertida en instrumento de cambio al servicio de proyectos políticos supuestamente redentores, capaces de construir la felicidad, prescindiendo del sentido común.
Chile hoy insiste en ir a un proceso constituyente, a pesar que de una manera contundente el pueblo chileno rechazó el texto constitucional elaborado por los convencionales. Los resultados del plebiscito fueron una derrota para el gobierno de Gabriel Boric, para el partido Comunista y el Frente Amplio; sin embargo, con la complacencia de ciertos líderes de la ex Concertación, se persiste en promover la imperiosa necesidad de aprobar una nueva Constitución, que será según sus promotores el inicio de una nueva era. Chile hoy es afectado por la inflación, el aumento del desempleo, la delincuencia e incluso el crimen organizado. La violencia desatada en octubre 2019 fue una "eclosión social" en la que más allá de la voluntad ciudadana, se puso en marcha un siniestro plan con influencia foránea.
Los acontecimientos de Chile, Colombia y Ecuador durante el 2019, no olvidemos, fueron llamados "brisita bolivariana" por Diosdado Cabello, que con la mayor arrogancia siempre ha pretendido dar lecciones de política. El neomarxismo, el castrochavismo, el llamado "socialismo del siglo XXI”, se expresan en el Foro de Sao Paulo o el Grupo de Puebla con claros objetivos políticos. Hoy, el Perú debe defenderse de la amenaza totalitaria, más aún cuando el gobierno de la presidenta Boluarte ha optado por convertirse en la "segunda fase" del gobierno del golpista Pedro Castillo.
Perú o Chile no necesitan contar con un nuevo texto constitucional para poner fin a la pobreza o la desigualdad. Perú y Chile necesitan más libertad y más institucionalidad. No nos engañemos, Pedro Castillo demostró su vocación autoritaria el 7 de diciembre. No es un perseguido político y por ello la solidaridad de los presidentes: López Obrador, Gustavo Petro, Nicolás Maduro, Díaz Canel, Daniel Ortega o Luis Arce y, por cierto, de Evo Morales debe ser interpretada como parte de una estrategia política y la defensa de los más oscuros intereses vinculados incluso al narcotráfico internacional. La defensa de la libertad es un imperativo. Hoy el Perú es el "teatro de operaciones" de un proyecto urdido desde el exterior con el apoyo de inteligencia extranjera, con financiamiento de origen ilícito y liderado por la izquierda más extremista.