Explican los estudiosos ─tema fascinante─ que los modernos partidos políticos aparecieron en el universo parlamentario de Inglaterra, entre finales del siglo XVIII y las primeras décadas del siglo XIX. A diferencia de las facciones de terratenientes, coaliciones gremiales, grupos de poder, alianzas entre poderosos, uniones de clanes regionales, pactos entre aristócratas de distintas zonas y otras formas anteriores de asociación para influir en el poder o hacerse con el control del mismo, los modernos partidos políticos están asociados a procesos de enormes consecuencias para la sociedad: paso del Estado Absolutista al Estado de Derecho, expansión del derecho al voto, desarrollo del fenómeno que conocemos como opinión pública, masificación de la participación de los ciudadanos en los asuntos comunes, aparición y crecimiento de la prensa, y muchos otros. La modernización de las sociedades ha tenido en la acción de los partidos políticos una de sus fuerzas motrices fundamentales.
El partido político, más allá del modo en que se conforma y nace, existe para rivalizar con otro o con otros partidos. Existe para defender y promover ideas e intereses que disputan con ideas e intereses diferentes o contrarios. Así, la legitimidad de un partido político depende de la existencia de más de un partido. La legitimidad es inseparable de la competencia en buena lid.
Cuando el partido aprovecha su vínculo con el poder para establecerse como una organización hegemónica; cuando se confunde con el Estado; cuando dispone de recursos y herramientas distintas y de fuerza desproporcionada con respecto a sus rivales, entonces el partido pierde su legitimidad y se transforma en una red antidemocrática, en una estructura que se confunde con el Estado, que hace suyos los poderes y facultades que no le pertenecen: deja atrás el uso primordial de la política para ejercer sobre la sociedad y sus formas de representación, mecanismos de coerción, de chantaje, de aplastamiento por la fuerza.
Así, cuando el partido político avanza hacia la destrucción de sus pares para instaurarse como partido único; cuando ya no le interesa persuadir al ciudadano o conquistar al elector; cuando su único interés se reduce al ejercicio indisimulado y abierto de sometimiento, entonces la organización hegemónica adquiere una nueva condición: se transforma en una maquinaria para la destrucción. Se transforma en un partido-régimen. En un núcleo que aglutina mafias. Este es el caso del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV).
Si el lector visita la página web del Partido Socialista Unido de Venezuela, y cliquea sobre la pestaña que dice Galería, aparecerán dos columnas de fotografías. En la segunda fotografía de la columna ubicada a la derecha, Cabello y El Aissami, uno al lado del otro, el otro al lado del uno, rodeados de una masa de militantes durante un acto celebrado en la plaza de toros Maestranza César Girón, en Maracay (la fotografía no tiene leyenda, por lo tanto, no hay información sobre la fecha en que se hizo), con los brazos levantados, juntitas la manos, celebran con sonrisas que les cruzan los rostros. ¿Qué celebran? ¿Por qué se les ve tan gozosos, tan felices por retratarse uno al lado del otro?
Esa fotografía, como muchas otras disponibles en hemerotecas, archivos y en la web, guarda una gran carga simbólica: es reveladora de una de las esencias del PSUV: la de una red de mafias ─no un partido político moderno─, que conviven y establecen alianzas para el dominio total de la sociedad y la explotación ilimitada de sus bienes y recursos productivos y naturales. El partido-régimen es, en realidad, una estructura dedicada a la expoliación y al doblegamiento de personas e instituciones.
Esta alianza de mafias ─lo he repetido en varios de estos artículos dominicales─, hace mucho tiempo que rompió con el ejercicio corriente de la política, para fusionarse con el Estado: controla sus mecanismos tribunalicios, policiales, militares y paramilitares; cuenta con recursos logísticos y financieros casi ilimitados; maneja programas sociales, prebendas, becas, bonos, subsidios y más, todas herramientas con las cuales extorsionar e imponer lealtades políticas a las familias; está dotada de un conjunto de estructuras organizativas (las unidades CLAP, los consejos comunales, las Unidades Bolívar-Chávez ─UBCH─, la estructura del Frente Francisco de Miranda, las misiones y grandes misiones, las unidades del PSUV que desagregan hasta lo parroquial, los colectivos y otras bandas paramilitares, y más), todo ello posible, motorizado, financiado y protegido con los dineros del Estado venezolano, es decir, con los recursos que son propiedad de los ciudadanos.
Esta alianza de mafias cuenta con el respaldo de la estructura militar del Estado venezolano (de hecho, hay altos cargos uniformados que, sin escrúpulo alguno, cumplen funciones partidistas, al extremo que asisten al programa televisivo de Cabello a exponer públicamente su incondicionalidad al partido-régimen); tiene bajo su control al organismo que debería actuar como árbitro electoral, lo que quiere decir que Venezuela es un país sin un poder electoral independiente; cuenta con cuerpos policiales, un sistema carcelario controlado por un alto mando de reos, recursos naturales que son devorados bajo métodos que destruyen el ambiente, alianzas militares y de negocios con grupos de las narcoguerrillas, en zonas del sur de país. El partido-régimen, el partido-mafia es el propietario de facto de la renta petrolera, dueño de peajes, carreteras y aduanas, saqueador y destructor de las centenares de empresas que fueron robadas a sus legítimos propietarios para, a continuación, conducirlas a su ruina total.
PSUV: no un partido político. Un régimen implacable, poderoso, criminal e impune, contra el que la oposición democrática se propone competir electoralmente en 2024. La pregunta es si el partido-mafia aceptará su derrota o impondrá su continuidad, como hasta ahora, por la fuerza.
Artículo publicado en el diario El Nacional de Venezuela*