En las últimas semanas, dos empresas administradas por el estado han acaparado la atención mediática: Petroperú y Sedapal. Ambas han mostrado ser incapaces, insostenibles e ineficientes para garantizar o incluso brindar medianamente bien sus servicios.
Petroperú no deja de registrar pérdidas económicas durante los últimos años y hace unas semanas estaban pidiendo inyección de capital. Tampoco se puede ignorar la ineficiencia de Sedapal para arreglar los problemas en San Juan de Lurigancho, que dejó por mucho tiempo a los vecinos sin agua tras la ruptura de una tubería. Además, van a dejar sin agua cuatro días a casi toda la ciudad.
Y es que cuando el pueblo confía bienes muy importantes como la electricidad o el agua al Estado, está sometido a muchos problemas casi inevitables. Por un lado, está la pésima gestión de los recursos públicos, acompañado por ineptitud para la administración de estos y el encarecimiento del gasto que esto demanda por temas burocráticos y de personal dudosamente necesario.
Y por otro, el cual puede ser más importante, es que le dan el control de dicho bien al Estado. Independientemente de quién gobierna, el otorgarle tal facultad, le da poder sobre esos bienes. Está de más decir que esto se presta para tiranías cuando el momento lo demande. Y, de hecho, ya ocurrió.
En la década de los años 2000 se hizo bastante viral una serie de espectáculos populistas del fenecido dictador de Venezuela, Hugo Chávez. Junto a su portátil de gobierno, se acercaba a distintos recintos para anunciar su expropiación, seguido de una ola de aplausos. “Esto y esto de aquí, ¡Exprópiese!”, exclamaba enérgicamente señalando con el dedo la empresa o propiedad víctima.
A Chávez nunca le importó cuánta gente dejó sin trabajo, ni los aprietos en los que metía a los empresarios y trabajadores de las compañías que padecían de sus dementes medidas. De hecho, ni siquiera a les importó a sus seguidores, pues hasta ese entonces todo se hacía en nombre del “pueblo” y aún no padecían la catástrofe económica que tendría sumergida a su país algunos años después.
Lo que sí es digno de analizar es el vínculo que tienen las palabras “privatizar” y “estatizar” con la reacción de la gente.
Cuando Chávez, al igual que otros perversos dictadores, decidía expropiar y/o estatizar bienes y servicios, la medida solía estar acompañada de respaldo popular. Es decir, la estatización venía acompañada por el concepto asociado de expandir su llegada a más personas y, por consiguiente, está asociado al bien común. Después de todo, se hacía en nombre del pueblo.
Por otro lado, el privatizar es asociado a la “avaricia” de los empresarios en el sector, lo cual se vincula por asociación con la limitación de la llegada del bien a las personas. Como si el interés del sector privado fuera limitar su número de clientes y, por lo tanto, su beneficio económico. Nada más alejado de la realidad.
Citando nuevamente al país caribeño, en un clip de 2015 se ve a Nicolás Maduro enojado con la población. “Yo iba a construir 500 mil viviendas el próximo año. Ahorita lo estoy dudando. No porque no pueda construir, porque puedo, pero te pedí tu apoyo y no me lo diste”, dijo en un pronunciamiento público. Con esto, Maduro sinceró las intenciones de su gobierno que no son muy disímiles de otros: controlar y disponer de los recursos para ejercer poder.
Qué curioso que, tras ver la catástrofe de Venezuela, aún hayan muchos progresistas e izquierdistas enojados utilizando su poder diciendo recientemente que las medidas de Milei de privatizar empresas estatales son malintencionadas y que llevarían a Argentina al colapso total, como si ya no estuvieran en una situación crítica y nefasta.
Es muy cliché usar la frase “cuando una empresa no tiene beneficios, quiebra y desaparece, pero cuando una empresa estatal está en la misma situación, te pasa la cuenta”. Sin embargo, debo decir que he visto a más personas indiferentes a la debacle de las empresas estatales que personas reclamando porque una empresa privada se fue a la quiebra.
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