En su edición del jueves 11 de octubre de 1923, el periódico La Crónica recogió una foto del paso del concurrido cortejo fúnebre del Mariscal Andrés A. Cáceres por la calle de Mercaderes en Lima. El reportaje donde se incluía esta fotografía señalaba que el gobierno del presidente Augusto B. Leguía había declarado ese día de duelo nacional, en mérito, sin duda, a la destacada trayectoria del anciano militar fallecido y al sentimiento de hondo respeto que esta noticia había generado en todo el país, en un tiempo marcado por la incertidumbre que entonces generaba el irresuelto problema de las “provincias cautivas” de Tacna y Arica. Cáceres había muerto en Ancón hacia el mediodía del miércoles 10 de octubre, un mes antes de cumplir los 87 años.
En la época de su deceso, Cáceres era todavía la cabeza reconocida del Partido Constitucional, agrupación política que había tenido un importante peso en la vida nacional por lo menos desde fines de 1885, a inicios de la época de la reconstrucción luego de la Guerra del Pacífico. La influencia de este partido se había dejado sentir a lo largo de todo el tiempo de la República Aristocrática, e incluso después, hasta la era de Leguía, cuando Cáceres recibió la dignidad de Mariscal del Perú el 10 de noviembre de 1919.
Así pues, al iniciarse la década de 1920, Cáceres se reafirmó como una especie de símbolo de carne y hueso no sólo frente al recuerdo de la guerra de 1879-1883, sino también como personaje cohesionador (en un medio que seguía dividido de forma brutal en banderías) en el marco de la difícil negociación que se avecinaba frente a Chile para recuperar los territorios en disputa de Tacna y Arica. De hecho, no era tanto al político al que los peruanos rendían un agradecimiento silencioso y conmovido durante sus exequias, sino al héroe de la guerra con Chile y, de manera específica, al vencedor de Tarapacá y al caudillo de la campaña de La Breña.
El Partido Constitucional y la obra política de Cáceres no han dejado una huella permanente en la conciencia nacional. Por el contrario, su trayectoria militar, asociada al recuerdo de una de las etapas más difíciles de la historia peruana, continúa siendo evocada hasta la actualidad en todos los rincones del país, y ha llegado incluso a ser objeto de estudio académico fuera de las fronteras peruanas. La estatua del militar Cáceres con casaca y kepis de breñero, y no la del político con tarro y traje de civil, se encuentra en el mismo patio del Palacio de Gobierno de Lima, sin contar los muchos casos en que esta imagen marcial adorna plazas y lugares situados en otras partes de la ciudad y también en provincias.
No es el caso de su legado como político. Con intensidades variables de acuerdo con las diferentes circunstancias históricas que sean consideradas, la acción y el legado político de Cáceres sufrieron los embates de las tradiciones pierolista, civilista y, más recientemente, del dependentismo marxista, que dominó hasta no hace poco el panorama académico nacional. El olvido (y también la distorsión) del Cáceres político es injustificado desde el punto de vista de la gravitación real y objetiva que tuvo este personaje en los asuntos públicos posteriores a la Guerra del Pacífico.
La evocación de Cáceres y de su obra militar y política fue realizada, hasta comienzos de la década de 1930, por la tradición leguiísta. Desde la década de 1940, Jorge Basadre no dejó de dar un lugar de importancia a Cáceres en su Historia de la República, retratándolo casi como un paladín del Perú en tiempos de la guerra. Pero, salvo raras excepciones, sus enfoques sobre el otro Cáceres, el político activo a partir de 1886, tienen una fría objetividad que linda, por momentos, con el desencanto. Fue el propio Cáceres quien, hacia 1892, brindó en un banquete “sobre todo por la Patria, a la que quiero ser útil con mi espada más que con mis trabajos políticos...”.Ya en el siglo XX, durante sus conversaciones con Julio C. Guerrero que fueron la base para la redacción de sus célebres Memorias, un Cáceres anciano hablaba, al parecer, de “abstenerse intencionalmente” de ocuparse con detalle de su gestión como presidente, aguardando, no obstante, que la historia de su país la juzgara “sine ira et studio”. Y añadía orgulloso: “pero sí, tengo para mí, y lo expreso muy en alto, la satisfacción íntegra de no haber tenido en mi vida política y militar otro norte ni otro derrotero que el bien y la grandeza de mi Patria”.
El origen de este problema, que el propio Cáceres sintió en carne propia, se encuentra en la diferencia que se aprecia cuando se compara, por un lado, su extraordinaria trayectoria militar y, por otro, su desempeño político influido (o, casi diríamos, atrapado) en su decurso y resultados, por una antigua tradición peruana caracterizada por la intolerancia, la ausencia de prácticas de consenso, y por un fuerte componente antidemocrático, cuyo “lodo” (para utilizar una expresión de Jorge Basadre) terminó salpicando a nuestro personaje. Además de haber sido de importancia real y no un simple fruto de manipulación propagandística (como ha ocurrido en casos análogos no sólo en el Perú sino en otras partes del mundo), la trayectoria militarde Cáceres tocó fibras muy profundas del ser nacional, sobre todo en su vertiente andina, y marcó en forma natural y explicable la imaginación y el sentimiento colectivos hasta el punto en que, todavía hoy, los campesinos del Centro del país evocan con orgullo, en sus bailes y fiestas, en una especie de eterno retorno, el recuerdo del taita Cáceres y de las mareas humanas movilizadas con hondas y rejones contra la invasión chilena. En cambio, desde el comienzo, la trayectoria política se desarrolló en el terreno cenagoso de la pobreza que siguió a la guerra y también en medio de la atávica tendencia a la intolerancia política y a la formación de banderías irreductibles.
No obstante, como lo ponen en evidencia sus escritos y muchas de sus acciones, Cáceres fue un político muy hábil. Los fracasos que Cáceres tuvo en el ámbito público no deben atribuirse a la ausencia de dotes políticas. Aunque sin duda éstas no llegaron nunca a alcanzar el extraordinario rango de sus habilidades innatas como militar, sus condiciones políticas tuvieron un nivel por encima del promedio, sobre todo cuando se las compara con las que exhibían gran parte de sus contemporáneos que se dedicaban a la cosa pública, tanto civiles como militares. En los contados casos en que los historiadores hablan de su vida como presidente y líder de un partido, hay una tendencia a recordar sólo sus fracasos políticos, pero no sus éxitos. Entre éstos, cabe citar la pacificación del interior del país y la estabilización de la economía peruana luego de la guerra, que fueron nada menos que la base sobre la cual se apoyó el crecimiento y la relativa prosperidad del tiempo de la República Aristocrática (1895-1919).
El Cáceres presentado como desvalido y dubitativo al momento de tomar grandes decisiones, o el héroe que deja de un lado su patriotismo seducido por las conveniencias personales y el espíritu de lucro, no son sino clichés o mitos históricos acuñados de manera injusta por sus enemigos de diferentes épocas. Para desmentir esta visión, bastaría recordar la energía, el coraje y la decisión desplegados por Cáceres cuando impulsó la aprobación del Contrato Grace durante su primer gobierno, en 1889, por encima de un mar de opiniones contrarias manifestadas en la prensa y en el Congreso. Hay un consenso entre los historiadores que señala el efecto positivo que este contrato tuvo para la economía peruana.
Considerada su figura en conjunto, más allá de la más bien estéril discusión sobre la dicotomía militar-político, hubo, en verdad, varios Cáceres sucesivos: el soldado profesional leal a Ramón Castilla, a Manuel Pardo y a Nicolás de Piérola (1854-1880); el carismático y popular coronel vencedor de Tarapacá que desplegó gran audacia en San Juan y Miraflores y en el inicio de la resistencia en la Sierra (1881); el paladín del Perú y pesadilla de la fuerzas chilenas que estuvo a punto de morir en la batalla de Huamachuco y que comenzó a convertirse en un líder político nacional (1882-1883); el presidente provisorio declarado en rebeldía ante el gobierno “regenerador” de Miguel Iglesias que, en forma pragmática, aceptó el Tratado de Ancón como “hecho consumado” (1884); el líder popular que triunfó en la guerra civil con el apoyo campesino y que encabezó el Partido Constitucional que agrupaba a civilistas y militares (1885); el presidente de la República y factor de unificación del Perú ante la gigantesca tarea de la reconstrucción (1886); el gobernante que sacrificó su popularidad para el logro de objetivos dolorosos pero necesarios para el país, tales como la búsqueda de una solución viable y realista para elproblema de la deuda externa (1887-1890); el militar que hacia el final de su primer gobierno constitucional rompió con sus antiguos aliados civilistas y comenzó a animar, entre bambalinas, gobiernos autoritarios y represores cuyas víctimas fueron civilistas, pierolistas y radicales (1890-1893); el presidente elegido en forma fraudulenta que fue derrocado por la alianza “coalicionista” de civilistas y partidarios del caudillo Nicolás de Piérola (1894-1895); el político desterrado en Buenos Aires (1895-1899); el antiguo mandatario rehabilitado en parte, que se aproxima a los civilistas contra los pierolistas y que trabaja como Ministro Plenipotenciario en Italia y el Imperio Alemán (1903-1914); el jefe del Partido Constitucional que rompe con José Pardo y sus civilistas y da el paso de aliarse a Augusto B. Leguía (1918-1919); y, por último, el Mariscal del Perú y símbolo hasta su muerte de la lucha por la recuperación de las “provincias cautivas” de Tacna y Arica (1919-1923).
De esta notable trayectoria, que es rica y compleja y no sin claroscuros como la de todo personaje histórico de envergadura, sin duda ha quedado más grabada en nuestra memoria su extraordinaria faceta militar. En palabras de Basadre: “Él solo hizo la tarea de muchos hombres. Fue como la proa de una nave que caminara aunque fuese mutilada. Los harapos de sus soldados brillaban como una bandera al sol. Parecía este puñado de hombres llevar la patria en brazos. Y hubo momentos en que pudo decirse que en el Perú no relucía oro de más quilates que la espada de Cáceres”.