La pugna económica que se desató en 1869 entre los consignatarios del guano y el gobierno de José Balta (1868-1872) deseoso de contratar a la firma francesa Dreyfus para que ésta financiara los proyectos ferroviarios del gobierno con la garantía de aquel recurso natural, dio origen al enfrentamiento encarnizado entre dos grupos de intereses rivales. Por un lado, los denominados “capitalistas nacionales” que encontraron su vocero en el ex ministro de Hacienda Manuel Pardo y Lavalle (1834-1878) y del otro los representantes del mundo financiero internacional que tuvieron su vocero en el ministro de hacienda de Balta, Nicolás de Piérola (1839-1913). Tras ellos nacerían dos importantes partidos.
El pierolismo heredó del vivanquismo su aura popular, su menosprecio a la primacía militar y el respeto religioso que, cuando se convirtió en el Partido Demócrata, hicieron verlo como precursor de las ideas democristianas en el Perú. Su visión económica estaba cercana a los intereses de exportadores de lanas del Sur y los caucheros en la Amazonía, ambos grupos vinculados a los inversionistas de Londres y Paris. Por su parte el pardismo significó la expresión más acabada del liberalismo radical del siglo XIX. Quería crear una moderna administración civil y era marcadamente antimilitarista -por eso recibió el nombre de Partido Civil-, buscaba la protección de los intereses de los “empresarios nacionales” preeminentes en las élites urbanas y especialmente en Lima, su plaza fuerte.
En 1872 la revolución imposible de los hermanos Gutiérrez contra estos dos “partidos financieros”, derrocando a Balta e intentando impedir la presidencia de Pardo, terminó en una tragedia sangrienta que fue usada por los partidos para tratar de destruir al Ejército, única fuerza que en aquel entonces podía contener la subasta del Estado y sus recursos a la “argolla” civilista y a los acreedores extranjeros. En la historia del Perú nunca se debe olvidar que, en mayo de 1867, cuando cayó la noche oscura en Tiviliche y Ramón Castilla se elevó a la inmortalidad, fue Tomás Gutiérrez quien sostuvo el cuerpo inerte y recogió la espada del héroe de la nacionalidad.
La fatalidad se impuso. El Estado y sus recursos fueron rematados entre deudas y negociados mientras los partidos se enfrentaban por sus minúsculos intereses hasta que la guerra tocó las puertas de la república y la imprevisión de las facciones nos dejó indefensos ante una feroz invasión en que se perdió todo salvo el Honor. El sacrificio de Miguel Grau y el valor de Bolognesi así lo demuestran. El primero nos dejó en sus textos el ejemplo del caballero cristiano y el segundo, en la última carta a su esposa, el ejemplo del soldado patriota que denuncia la perfidia de los partidos peruanos.
Pero la Guerra más allá de todos sus pesares, nos trajo el ejemplo más excelso de peruanidad: la resistencia sin pausa, el patriotismo indómito y el pueblo desinteresado, que encarnó Andrés Avelino Cáceres, quien desde las breñas combatió al invasor junto con los campesinos que llevaban orgullosos su quepí rojo. En esta tragedia griega, en esta “Iliada” americana, se forjó la causa cacerista que, después de la campaña para expulsar al gobierno chilenófilo y restaurar la Constitución de 1860 -la Carta hecha por los discípulos de Bartolomé Herrera y promulgada por Ramón Castilla- dio origen al gran Partido Constitucional.
El Partido Constitucional recuperó el legado de la cultura de la autoridad, fue un partido de orden, pero no sirvió a los magnates, él representó los intereses de las provincias olvidadas y especialmente las de los Andes. Propugnó la defensa del Ejército y su papel garante de la integridad nacional, en tanto que, a diferencia del primer nacionalismo decimonónico, protegió las libertades de la Iglesia contra sus enemigos, como ocurrió cuando Cáceres vetó una ley promovida por los liberales del congreso para expulsar a los Jesuitas, entonces abanderados de la ortodoxia católica.
Estos tres grupos políticos -pardismo, pierolismo y cacerismo- se convirtieron en el Partido Civil, el Partido Demócrata y el Partido Constitucional, respectivamente, los llamados “partidos históricos” que dominaron la escena gubernamental después de la guerra con Chile, durante la etapa conocida como la Reconstrucción Nacional (1884-1919).
Los constitucionales fueron el partido hegemónico entre 1885 y 1895. Durante este tiempo gobernó Andrés A. Cáceres (1886-1890), Remigio Morales Bermúdez (1890-1894) y Justiniano Borgoño (1894) quien entregó el mando nuevamente a Cáceres. Pero en este país de odios, los antiguos partidos archienemigos, civilista y demócrata, integrados por muchos políticos que habían “sufrido” la invasión en un cómodo retiro europeo, derrocaron al Presidente-Héroe e iniciaron una feroz persecución a sus partidarios para así repartirse el poder.
Los demócratas tuvieron dos presidencias, la de Nicolás de Piérola (1895-1899) y la de Eduardo López de Romaña (1899-1903), pero en 1900 el partido entró en crisis y se dividió surgiendo en 1901, del sector más izquierdista, el Partido Liberal de Augusto Durand (1871-1923), quien nunca llegó al poder. De Romaña, distanciado de la jefatura de su partido, tuvo que aliarse con los civilistas para no caer víctima del fuego parlamentario de sus antiguos correligionarios. Aquí naufragó el conato de bipartidismo entre el partido civil y los demócratas.
Los civilistas, liderados por el inteligente Manuel Candamo (1841-1904), habían evolucionado hacia un partido de orden, defensor de un liberalismo moderado, quienes, ante la crisis del pierolismo, entendieron con rapidez que la oportunidad les era propicia y llamaron a Cáceres, que estaba exiliado en Argentina, a fin de recomponer el dañado régimen político. Para ello formalizaron una convergencia de partidos, la Alianza Civil-Constitucional, que les permitió mantener una hegemonía política entre 1903 y 1918. El éxito de la época a la que Basadre llamó la República Aristocrática no se debió a otro hecho sino a un pacto cívico-militar expresado a través de los partidos representativos de las fuerzas económicas y de las fuerzas militares.
Ahora bien, durante el tiempo de su hegemonía el Partido Civil conoció tres familias o alas políticas en su interior, estas fueron: el neopardismo (o bloque civilista), liderado por José Pardo -hijo del fundador del partido- quien gobernó entre 1904-1908 y 1915-1919 representando los intereses de los agroexportadores y el pradismo (o civilismo independiente) encabezado por Javier Prado -hijo del ex presidente Mariano I. Prado- que representaba los intereses de los bancos, los industriales y los comerciantes independientes. Finalmente surgió, en 1909, el leguiísmo guiado por el presidente Augusto B. Leguía (1908-1912), quien representó las aspiraciones de los profesionales y las clases medias vinculadas al Partido Civil.
Cuando en 1912 las rivalidades internas crearon una brecha institucional, ésta fue aprovechada por el pierolista Guillermo Billinghurst (1912-1914), quien fue derrocado apenas se reagruparon los sectores pardistas y pradistas. La llegada de Billinghurst al poder había sido un esfuerzo personal más que un logro del Partido Demócrata. Los demócratas para 1909 ya habían quedado marginados del escenario político al grado que su única alternativa había sido que sus militantes asaltaran palacio para obligar a dimitir al presidente Leguía, lo cual no lograron. Diez años después, este hombre salido de las filas del civilismo aristocrático y encumbrado a la popularidad por su carácter para resistir el motín pierolista que lo raptó, pondría fin a la hegemonía del civilismo y representaría en nuestra historia once años de cesarismo civil.
*Publicado en La Razón. Lima, 1 de septiembre de 2003.
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