No es novedad que ciertos sectores de la élite política en Perú, con discursos sofisticados y estrategias mediáticas, reescriban la historia para justificar acciones que erosionan la democracia. La disolución del Congreso en septiembre de 2019 por el entonces presidente Martín Vizcarra, respaldado por Salvador del Solar y Vicente Zeballos, no fue la excepción. Un golpe de Estado disfrazado de acto democrático, amparado en retórica y en una narrativa cuidadosamente elaborada.
La izquierda caviar ha demostrado su habilidad para moldear los hechos a conveniencia. Los hechos objetivos se relegan a un segundo plano; lo esencial es promover una agenda que permita el control institucional. Frases como "Congreso golpista" o "Dina es dictadura" son muestras de cómo se distorsiona la realidad para justificar acciones políticas dudosas.
Un ejemplo reciente lo ofrece el debate televisado entre la periodista Diana Seminario y Salvador del Solar. A pesar de las conclusiones del Tribunal Constitucional, que sentenció que la disolución del Congreso fue contraria a la Constitución, Del Solar insistió en que repetiría sus acciones, negándose a reconocer la inconstitucionalidad del acto. Este rechazo a una autocrítica evidencia un desprecio preocupante hacia las normas democráticas y el Estado de derecho.
Cabe recordar que el propio Tribunal Constitucional, en un fallo posterior, determinó que "es contraria a la Constitución la denegatoria fáctica de la cuestión de confianza" y reafirmó que solo el Congreso puede decidir el rechazo de una cuestión de confianza. No hay, por tanto, excusa válida para sostener que lo ocurrido en 2019 no fue un golpe de Estado.
Este episodio marca un antes y un después en la democracia peruana. No solo quebró la institucionalidad ya debilitada, sino que introdujo un peligroso precedente: utilizar los medios de comunicación y las movilizaciones sociales para encubrir un atentado contra el orden constitucional. Lo que vemos es el auge de una nueva forma de posverdad, donde la verdad se define por su aceptación social y no por su correspondencia con los hechos.
La democracia peruana, si bien herida, aún puede encontrar un camino hacia la recuperación. El Congreso tiene la responsabilidad histórica de avanzar con las acusaciones constitucionales contra Vizcarra y sus aliados. Solo con justicia y responsabilidad penal se podrá comenzar a reconstruir la legitimidad institucional perdida.
La mayoría silenciada debe hacerse oír. La democracia peruana no puede ser rehén de la retórica populista ni de quienes se ven a sí mismos como salvadores mesiánicos. Perú merece una democracia republicana, no una dictadura del discurso.