Siria, gobernada por el partido Baaz desde 1963 con Hafez y su hijo Bashar al-Assad por 54 años, fue un régimen marcado por la represión y control estatal. La corrupción, autoritarismo y marginación exacerbaron las tensiones con protestas pacíficas brutalmente reprimidas, haciendo estallar una guerra civil en 2011 durante la Primavera Árabe. La ofensiva liderada por Hayat Tahrir al-Sham (HTS), grupo islamista con antecedentes en Al Qaeda, redefine el panorama en Oriente Medio colapsando un régimen sostenido por Rusia, Irán y Hezbollah, abriendo una ventana de oportunidades para Turquía.
El alto al fuego entre Israel y Líbano demostró la debilidad de Hezbollah propiciando el colapso del régimen sirio en 10 días. Sin el apoyo de Rusia e Irán, amenazados por sus propios conflictos, la ofensiva de fuerzas rebeldes no pudo sostenerse. La retirada del ejército y la huida del presidente al-Assad marcó el fin de una era, vacío de poder que deja a Siria dividida entre yihadistas, fuerzas kurdas, drusos y actores regionales como Israel y Turquía.
Turquía desempeñó un papel ambivalente en Siria con una postura agresiva contra el régimen de Assad, apoyando a fuerzas rebeldes moderadas, pero también a grupos islamistas como HTS, protegiéndolos militarmente en Idlib.
Rusia, aliado de Assad, utilizó su presencia en Siria proyectando su poder en el Mediterráneo y África; pero la guerra en Ucrania y pérdida de bases estratégicas como Tartus debilita su posición en Oriente Medio, situación aprovechada por el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan –enemigo íntimo de Putin, con una relación de cooperación y competencia– buscando influir regionalmente.
Irán, con su propia crisis económica y política, pierde el corredor terrestre utilizado para armar a Hezbollah en el Líbano, limitando su capacidad para presionar a Israel y expandir su control territorial. Ello ofrece un margen de maniobra a Turquía para posicionarse como actor central en la reconstrucción, promoviendo el retorno de refugiados sirios en Turquía, tema sensible en la política de Erdogan.
Estados Unidos mantiene una presencia limitada, pero estratégica en Siria, apoyando a los kurdos al noreste para contrarrestar al Estado Islámico, limitando además la influencia iraní y rusa. Los kurdos, grupo étnico indoeuropeo con una población de unos 30 millones de habitantes sin Estado propio entre Turquía, Siria, Irak e Irán conocida como Kurdistán, añade complejidad. Turquía busca evitar un enclave kurdo que inspire movimientos separatistas en su territorio, interviniendo militarmente, respaldando al Ejército Nacional Sirio y HTS, generando tensiones con Estados Unidos que emplea a los kurdos para frenar al Estado Islámico.
La transición de poder en Siria, liderada por grupos rebeldes, podría desatar olas de violencia e inestabilidad si no logran consolidar un gobierno inclusivo. HTS ha prometido respetar la diversidad étnica y religiosa, pero su historial terrorista genera desconfianza sobre un posible régimen democrático. Además, el resurgimiento del Estado Islámico en medio del caos es una amenaza latente.
Turquía busca equilibrar sus intereses estratégicos con compromisos como miembro de la OTAN, convertido en actor indispensable en la búsqueda de soluciones duraderas para Siria por su posición geográfica y capacidad como mediador, pero su relación con Rusia y apoyo a grupos islamistas complican los vínculos con sus socios occidentales.
El futuro sirio, fragmentado y plagado de incertidumbre dependerá en gran medida de la capacidad de Turquía para navegar las complejas dinámicas del conflicto. Para Erdogan, la caída de Assad representa una victoria estratégica para consolidar su liderazgo regional. Pero los obstáculos en la transición siria subrayan la necesidad de un enfoque que combine pragmatismo diplomático con una visión de largo plazo buscando estabilidad en una región marcada por décadas de conflictos y rivalidades.