La ideología “woke”, un corpus destructor y tendencioso que se tiñe de altruista, ha adquirido en los últimos años una fuerza polarizadora y manipuladora que ha resquebrajado los pilares del desarrollo global y nacional. En el Perú, sus repercusiones no solo han sido ideológicas o culturales, sino también profundamente económicas.
Por ejemplo, en 2023 el gobierno implementó recortes significativos en el presupuesto destinado a infraestructura rural, según datos del Ministerio de Economía y Finanzas. Estos ajustes financieros han atentado completamente contra el desarrollo humano de las comunidades rurales. Mientras tanto, se han triplicado los recursos para programas de “promoción de derechos culturales urbanos”, cuyo impacto en la calidad de vida de los peruanos más necesitados es, en el mejor de los casos, mínimo.
De igual manera, el sector minero, columna vertebral de nuestra economía, ha sido casi el principal blanco de lo woke. Los conflictos sociales, alimentados por discursos de “justicia indígena” y ambientalismo extremo, paralizaron proyectos como Las Bambas, ocasionando pérdidas de 1,000 millones de dólares en 2023, según la Sociedad Nacional de Minería, Petróleo y Energía. Estas paralizaciones no solo afectan a las empresas, sino también a las comunidades andinas que dependen del ciclo económico minero para su sustento. Además de ello, el Producto Bruto Interno del sector minero registra caídas que resuenan en toda la economía nacional.
El impacto económico no es el único precio que pagamos. La polarización social también es una factura cada vez más pesada. En el Perú, el 68% de los ciudadanos percibe estas políticas como una agenda foránea impuesta, según el Instituto de Estudios Peruanos (IEP). Esta sensación de desconexión ha profundizado las brechas entre lo urbano y lo rural, entre lo indígena y lo mestizo. Lo que debería ser un esfuerzo por unir y fortalecer el tejido social, se ha convertido en una fuente de tensiones y divisiones.
Paradójicamente, los sectores más vulnerables, a quienes estas políticas supuestamente buscan proteger, son los más afectados. Mientras los recursos se desvanecen en programas de inclusión cultural con poco impacto tangible, el desempleo juvenil en zonas urbanas creció un 8% entre 2022 y 2024, según cifras del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI). En las áreas rurales, la falta de inversión en infraestructura perpetúa un ciclo de pobreza que los burócratas woke y globalistas ignoran por completo desde sus despachos citadinos.
El problema fundamental es que estas políticas no nacen de una evaluación local ni de un consenso nacional. Diseñadas por ONG y organismos internacionales, estas agendas reflejan intereses parcializados más que las prioridades peruanas. En 2023, más de 25 millones de soles fueron destinados a programas sociales diseñados por ONG extranjeras, de los cuales menos del 10% tuvo un impacto real en las comunidades beneficiarias, según un reporte de Proética. Este desperdicio de recursos no solo es ineficiente, sino también irresponsable en un país con tantas necesidades insatisfechas.
El impacto económico de la ideología “woke” en el Perú es una lección amarga sobre el peligro de importar agendas desconectadas de nuestra realidad. El futuro del Perú no puede depender de narrativas ideologizadas que prometen inclusión mientras perpetúan la exclusión. La verdadera inclusión no se mide en discursos ni titulares ni en cócteles, sino en cambios concretos que transformen la vida de los peruanos.
Es hora de que el Perú recupere el control de su futuro. Nuestra economía y nuestro tejido social no pueden seguir pagando el precio de agendas ajenas. En lugar de importar soluciones prefabricadas, debemos construir un proyecto nacional basado en las necesidades y aspiraciones de nuestra gente, en nuestro mestizaje. Porque el progreso no se mide por la aprobación internacional, sino por el bienestar tangible de nuestros ciudadanos más necesitados.