En el Perú, la derecha es un espejismo. Existen figuras que se presentan como guardianes del orden, del mercado y de los valores tradicionales. Su discurso, además, adopta cada vez más las consignas de la nueva derecha global. Pero ahí termina todo. Más que un proyecto político, lo que tenemos es una imitación superficial, una retórica importada sin una propuesta propia.
La nueva derecha—encabezada por líderes como Giorgia Meloni y Donald Trump—no nació como un fenómeno internacional. Aunque sus reuniones y alianzas puedan sugerirlo, se trata de movimientos profundamente nacionales y populares. Su fortaleza radica en su capacidad para canalizar el malestar de sectores desplazados por la globalización y ofrecer respuestas ancladas en la identidad y las prioridades de sus países.
En el Perú, ese proceso nunca ocurrió. La derecha local observa con fascinación el ascenso de estos líderes, pero ignora lo esencial: su arraigo social. En lugar de conectar con la población, repite consignas sin contexto. No busca soluciones dentro de nuestras fronteras ni entiende la complejidad de la sociedad peruana. Su desconexión es evidente en su falta de representación en provincias y en su distancia con el ciudadano común.
Mientras la nueva derecha global ha sabido captar el resentimiento de quienes se sintieron abandonados por la modernización, la derecha peruana sigue siendo un proyecto de élites para élites. No interpreta el descontento ni propone alternativas. En su lugar, copia modelos ajenos sin adaptarlos y persigue una agenda ideológica que responde más a intereses particulares que a necesidades nacionales.
Construir una derecha nacional-popular en el Perú requiere dos cosas. Primero, abandonar la obsesión por la comunicación global y enfocarse en la organización territorial. En otras palabras, menos CPAC y más arraigo local. Segundo, partir de una comprensión real de la identidad peruana. Una derecha con vocación de poder debe comenzar ahí: entendiendo quiénes somos antes de proponer hacia dónde vamos.
Hoy, la derecha peruana no es un movimiento, sino una estética política. Un intento de parecer sin ser. En política, copiar sin comprender no es solo un error: es una condena a la irrelevancia.