EditorialDomingo, 13 de julio de 2025
A los que salvaron la patria, el Perú les debe honor, no juicios

El Perú no se salvó con discursos. Se salvó con sangre. Se salvó en Ayacucho, en el VRAEM, en el Alto Huallaga. Se salvó cuando soldados sin nombre ni salario caminaron de madrugada hacia la emboscada, sin saber si volverían. Se salvó cuando un sargento de 20 años, hijo de campesinos, enfrentó a una columna senderista con más miedo que balas, pero con más amor a la patria que todos los burócratas juntos.

Y, sin embargo, el Perú no supo agradecerles. Los dejó en celdas. Los arrastró a juicios eternos. Los exhibió como villanos ante la prensa, mientras sus verdugos eran liberados con resoluciones elegantes y conferencias académicas.

Durante más de treinta años, el país dio la espalda a quienes lo salvaron. Mientras los terroristas eran indultados, indemnizados o aplaudidos por ONG, los defensores de la República eran perseguidos, enfermos, ancianos, olvidados. La justicia, capturada por quienes jamás portaron un uniforme, decidió que no bastaba con ganar la guerra: también había que humillar a quienes la ganaron.

La ley de amnistía aprobada por el Congreso no es un gesto político. Es una deuda histórica. Y es también un acto mínimo de dignidad. Porque no hay nación posible si se pisotea a quienes lucharon por ella. No hay república que sobreviva si quienes la defendieron mueren juzgados por fiscales ideologizados. No hay historia honesta si se honra al victimario y se borra al héroe.

Los militares, policías y miembros de comités de autodefensa que enfrentaron a Sendero Luminoso y al MRTA no eran santos, ni pretendían serlo. Eran hombres de barro, de carne, de miedo. Pero también de coraje. Hicieron lo que les tocó hacer cuando el país estaba al borde del abismo. Y lo hicieron en condiciones infrahumanas, sin apoyo político ni mediático, sin garantías, sin aplausos. Lo hicieron porque alguien tenía que hacerlo. Como Grau. Como Bolognesi. Como Cáceres. El uniforme cambia, pero el gesto es el mismo: quedarse cuando otros huyen. Resistir cuando todo parece perdido. Luchar cuando la nación se desangra.

¿Y quiénes se oponen hoy a esta reparación? Los de siempre. Las ONG financiadas desde Europa. Los defensores de los derechos humanos que nunca defendieron a los que murieron por nosotros. Las oficinas internacionales que creen que el Perú es un experimento judicial, no una nación con memoria.

Dicen que esta ley promueve la impunidad. Mienten. La norma excluye expresamente a corruptos, torturadores y terroristas. No es un indulto general: es una forma de cerrar procesos eternos sin pruebas, diseñados para castigar una victoria incómoda.

Dicen que se atenta contra la memoria de las víctimas. Y otra vez mienten. Porque la verdadera memoria debe incluir a los soldados que murieron sin nombre. A los que cayeron en una emboscada sin prensa. A los que nunca fueron homenajeados. A los que, como Bolognesi, solo sabían que su deber era resistir. La guerra fue real. Y fue justa. Y se ganó gracias a ellos.

Nosotros, como país, los traicionamos. Los abandonamos a la vejez, al cáncer, a la ceguera, a la ruina. Los tratamos como culpables por haber vencido al comunismo armado. Les exigimos una pulcritud de posguerra que ningún ejército del mundo ha tenido jamás en combate. Y, mientras tanto, dejamos que los herederos del terror nos impusieran una narrativa donde el asesino era víctima y el soldado era criminal.

Ya basta. El Perú no puede seguir condenado a odiar a sus propios defensores. No puede permitir que quienes salvaron la patria mueran con la frente agachada. Esta ley no reescribe la historia: la corrige. Le devuelve al héroe el lugar que le fue robado. Y lo hace no solo por ellos. Lo hace por nosotros. Porque sin soldados no hay nación. Y sin memoria justa, no hay Perú posible.

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