OpiniónSábado, 19 de julio de 2025
Bombardeos en una Siria fragmentada, por Berit Knudsen
Berit Knudsen
Analista en comunicaciones

Escaladas de violencia sacudieron el sur de Siria. Los enfrentamientos entre milicias drusas, tribus beduinas y el ejército sirio en la gobernación de Sweida dejaron 300 muertos y miles de desplazados. Al caos interno se sumó el bombardeo israelí al Ministerio de Defensa en Damasco, convirtiendo al país en el epicentro de la inestabilidad regional.

Siria vive un frágil proceso de transición tras la caída de Bashar al Assad, derrocado en diciembre de 2024 por el grupo islamista Hayat Tahrir al-Sham (HTS) –ex Al-Nusra–, con el apoyo del Ejército Nacional Sirio y grupos rebeldes. El nuevo presidente Ahmad al Sharaa, de pasado yihadista, ex Al Qaeda y ex prisionero de Estados Unidos, sorprendió al mundo al proponer la firma de los Acuerdos de Abraham para alcanzar la paz con Israel.

El detonante del conflicto fue la intervención militar de Israel, bombardeando instalaciones gubernamentales para “proteger a los civiles drusos” en Sweida, ampliar la zona de amortiguamiento, extender la influencia israelí en Damasco y evitar un posible resurgimiento de Irán. Pero avalar la creación de un Estado druso debilita los intentos de restauración nacional siria.

Los drusos, minoría religiosa separada del chiismo con creencias propias, están divididos entre Siria, Israel, Líbano y Jordania. Algunos, como las milicias Ahl al-Karamah y la Brigada al Jabal, respaldan al gobierno. Otros, miembros del Consejo Militar de Suwayda, liderados por el jeque Hikmat al-Hirji, impulsan la secesión. El pueblo nómada beduino participa en el conflicto, alineado algunos con el régimen, otros con actores locales. Todo ello configura una guerra tribal con apoyo externo.

La figura de Al Sharaa, pese a su pasado islamista, generó expectativas de pragmatismo al aceptar a Israel, romper con Irán y mostrarse abierto a un nuevo orden regional. Estados Unidos levantó sanciones y las monarquías del Golfo ofrecieron multimillonarias inversiones para la reconstrucción del país. Pero la ofensiva israelí debilita esa posibilidad. Al Sharaa, presionado por Washington, ha retirado las tropas del sur, frenando la escalada con una tregua inestable.

Mientras tanto, el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, en medio de un juicio por corrupción, pierde el apoyo de partidos ortodoxos —coalición que sostiene al gobierno en la Knesset—, llevando la situación al borde del colapso. Su supervivencia política depende de la extrema derecha de Ben Gvir y Smotrich, que rechazan los acuerdos con Siria y promueven la expansión territorial, entorpeciendo la unificación y el reconocimiento internacional.

Si los planes separatistas avanzan, Siria podría fragmentarse. Los kurdos, diseminados entre Siria, Turquía, Irak e Irán, que controlan el noreste, podrían declarar su propio Estado; al igual que los alauitas, grupo religioso de la costa mediterránea, protegidos por el régimen de Assad, que hoy son perseguidos. La balcanización del país pondría fin al proyecto nacional sirio con miniestados dependientes de potencias externas.

Pese a la mediación de Trump, la región vuelve a una lógica de guerra prolongada. El alto el fuego con Israel detiene momentáneamente los bombardeos, pero las tensiones internas y externas subsisten. La intervención israelí, lejos de pacificar, se suma a los conflictos étnicos, religiosos, políticos y geoestratégicos que enfrenta el gobierno.

El pasado de Al Sharaa, vinculado al terrorismo, y la represión contra drusos, alauitas y cristianos justifican la desconfianza internacional. Pero Siria no necesita bombardeos o proyectos de partición. Necesita cesar las matanzas, afrontar las fracturas internas con vigilancia internacional, avanzando —sin injerencias— para consolidarse como una sola nación.