OpiniónSábado, 26 de julio de 2025
El viejo y el mar... y el conde de Matalagarto, por Juan Carlos Llosa Pazos

El 26 de julio se celebra el día internacional de los abuelos en conmemoración a los abuelos de Jesus, santa Ana y san Joaquín padres de la Santísima Virgen Maria. Son ellos figuras fundamentales de la familia que avivan nuestro sentido de pertenencia lo que nos señala tempranamente nuestro lugar en el mundo. Tuve la suerte de conocer a mis cuatro abuelos. Los años de mi niñez y primera juventud están llenos de recuerdos de Anita, Iris, Carlos y Ricardo a quienes quise mucho. Creo que una de las mayores bendiciones que puede gozar un niño, además del amor de sus padres, es la presencia afectiva de sus abuelos. Son ellos; con su amor, cuidados, consentimientos -por no decir engreimientos- y consejos; quienes aportan una importante cuota en nuestra formación como personas. En torno a los abuelos, la familia extendida comparte momentos increíbles -que solemos valorar realmente cuando ya no están, porque los entendemos como cosas de la rutina- logrando mantener la unidad familiar. Ellos representan el núcleo que nos une a tíos, primos y demás familiares en el seno de aquella institución tradicional tan arraigada y que sirve de soporte a nuestra sociedad. Hoy es el día de mis padres Carlos y Amalia, dichosos abuelos de Luis André, Vania, Camille, Tadeo, Ignacio, Rafaela y de la pequeña Alessandra de 3 meses.

Este día especial y el título de la famosa novela “El viejo y el mar” de Ernest Hemingway, me inspiran a dedicar estas líneas a la memoria de mi abuelo Carlos Llosa Paredes, nacido en 1911 y fallecido en el verano de 1997. Con el abuelo Carlos, siempre tuvimos una conexión muy especial. El día que nací él estaba fuera del país con mi adoraba abuela Anita a quien le unía un amor de esos que jamás sucumben ni al paso del tiempo, ni a los devaneos del espíritu. A ella, muy joven, el abuelo le dedicó maravillosas poesías, cuyos textos escritos a mano guardo como uno de mis más valiosos tesoros.

Ese día le dijo a Anita: hoy ha nacido mi nieto nos regresamos a Lima. El Viejo presentía que su nieto mayor había nacido, y cuando lo constató -un día después ya en Lima- me imagino que desde ese momento pensó que yo le seguiría los pasos. Y así fue, no se equivocó.

Carlos profesaba adoración por Anita. Siendo cadete de segundo año de la Escuela Naval del Perú allá por 1931, conoció a una rubiecita de 15 años de unos ojos azules bellísimos que siempre llamaban la atención, y que los conservó así hasta su último día, a los 83 años. La jovencita, que ya para ese entonces poseía una preciosa voz de soprano, no gustaba mucho de los uniformados, y decidió no hacerle mucho caso al flaco cadete vestido de gala y con capotín, como usaban los cadetes navales en los 30, que la flirteaba insistentemente. Carlitos consiguió que una íntima amiga de Anita, la tía María Petit, fuese la mediadora.

La niñez de Anita no había sido fácil, ella había perdido a su padre cuando tenía apenas 7 años. Al quedar nuevamente viuda, la bisabuela era ya una mujer mayor y con dos hijos chicos. Falleció en 1942, cuando mi Papá, el mayor de sus nietos, tenía 3 años. Don Mariano Rojas fue un cajamarquino que había vestido el uniforme mayor del Ejército del Perú y que a pesar de haber luchado y vencido a las tropas chilenas en la batalla de San Pablo -con 16 años- el 13 de Julio 1882 a órdenes del coronel Lorenzo Iglesias, no tenía mucho apego a la vida militar. El bisabuelo se había casado ya bien entrado en años con una viuda, Ana Peñaloza, moqueguana, que había perdido marido e hijo -Santiaguito- quien rehízo su vida con el militar retirado y trajo al mundo al querido tío Arturo y unos pocos años después a la Mamama Anita.

El marino/poeta perseveró y finalmente logró enamorar a la bella rubiecita con quien se casó en 1938, y que luego le daría cinco hijos, Carlos, Teobaldo, Enrique, Ferrando y Percy, cinco tenores que hoy pasados los 80 -menos el menor que está pronto- conservan casi intactas sus voces, y cuando ensayan para cantar juntos -lo que es un gran espectáculo- siguen discutiendo y peleando como cuando vivían en la calle Trinidad Moran, Lince en los años 40, distrito donde se ubicaba la antigua hacienda de Lince que curiosamente, en una época había sido propiedad del bisabuelo de mi Mamá el político, abogado y compadre de Miguel Grau, Juan Francisco Pazos Monasi, benefactor de los hijos huérfanos de padre, del hijo más querido de la Patria.

Anita y Carlos fueron caminando por la vida de la mano hasta que el destino, siempre implacable, los separó. Anita fue una mujer maravillosa, con un corazón enorme, tan cariñosa como nerviosa, como no he conocido. Le daban ataques de pánico por los temblores, y cada vez que había un movimiento que parecía asemejarse a uno telúrico, empezaba a gimotear: ay temblor, ay temblor y luego si la cosa seguía, gritaba Jesús, María y José, ¡¡¡¡tembloooor!!!!, lo que nos causaba mucha gracia a los nietos. Tranquila Mamama. El día del terremoto del 70, tenía yo apenas unos meses de nacido y estaba con ella en su casa de José Quiñones Miraflores, cuando empezó el remezón. Sin mayor tramite, me cogió de una y salió disparada a la calle, sin esperar a mi abuelo, que, sereno submarinista, como era su costumbre en esos casos, salió con parsimonia, lo que a ella le indignaba. Mi Mamá estaba con mi Papá a una cuadra, en un departamento donde vivíamos en un tercero o cuarto piso. Sin mucho tramite también, Amalia para salir del departamento empujó a mi Papa que le decía que esperara, ahorita acaba, y corrió donde su hijo. Mamá dio la vuelta a la esquina y se dio con su suegra en medio de la pista, arrodillada, casi estrangulando al nieto que tenía asido al pecho, gritando ¡Aplaca tu ira Señor! ¡Aplaca tu ira Señor!

Devota de San Antonio de Padua, Anita era celosa con el Viejo hasta con las enfermeras que cuidaron sus últimos días. Se ponía furiosa cuando el abuelo veía a Porcel y a Olmedo, y peor cuando por ello le daban ataques de risa. ¡Carlos por Dios!

La Mamama Anita nos dio mucho amor, cuánto la extrañamos, cuánto quisiéramos abrazarla otra vez. No hay cumpleaños suyo o fecha especial que sus nietos no la recordemos y le mandemos besos al Cielo.

El Viejo me contó muchas historias. Recuerdo una muy especial, que le contaba cuando niño su padre, el bisabuelo Teobaldo. Don Teobaldo Llosa y Rivero, como su abuelo el sabio Rivero, fue un hombre creativo e innovador, tenía buena voz de barítono, era buen bebedor de pisco y acabado escritor que publicó, siendo un joven capitán del Ejército allá por el año 1906, interesantes artículos en la revista cultural Prisma (“El arte en el punto de vista psicológico” o “Psicología del carácter”), donde también escribían intelectuales de la talla del gran José de la Riva Agüero. También lo hacía en diarios de Lima y de Arequipa. Destacan en sus textos las muchas letras que dedicó a la memoria de su abuelo el sabio Mariano Eduardo de Rivero y Ustariz, primer ingeniero de minas republicano, padre de la química y de la arqueología en el Perú, y su obra.

Profesor en la Escuela de Guerra del Ejercito desde teniente e inventor militar premiado por el ministerio de Fomento, don Teobaldo dejó el servicio activo a los 60 años como coronel de artillería. Fue siempre ajeno a la política estando en servicio activo, y tal vez eso le cerró el paso al generalato, en tiempos muy politizados de finales del Oncenio y de los años anárquicos y violentos de la siguiente década. Siempre le decía a su hijo al que acompañó -junto con la bisabuela Isabel- a su graduación como alférez de fragata de la Marina de Guerra del Perú en 1935, que un buen profesional de las armas debía dedicarse a lo suyo, concentrando sus mejores bríos en el servicio y no inmiscuir sus narices en la política partidaria, aunque por supuesto el oficial debía estar atento y tener opinión reservada de los sucesos contemporáneos, como también recomendaba el Almirante Mahan a los oficiales de marina de su Patria.

Me decía mi abuelo que, siendo muy chico, el bisabuelo, para hacerlo dormir, le contaba un cuento -inventado por él- cuyo personaje principal -¿el único? - se llamaba Conde de Matalagarto, un héroe medioeval que combatía, con filuda y mortal espada cual tizona del Cid, a enormes lagartos de cuatro metros de largo que asechaban su castillo, allá en la vieja Castilla. Inspirado en aquella historia, a los 12 años decidí escribir mi propia versión, ni más ni menos, del Conde de Matalagarto, en mis vacaciones del verano en la playa, en una época que algunas familias permanecían frente al mar de diciembre a a abril. Conservo una nota que me envió el Viejo desde Lima que me decía; además de que mejore mi letra -cosa que no he podido hacer hasta ahora- porque no me entendía mucho la carta que yo le había enviado; que esperaría con mucha expectativa que terminase la historia del Conde. Algo hice, pero creo que no la llegué a concluir.

Tanto para recordar Viejo.

Fuiste un marino dedicado y estudioso de tu profesional como leí de un calificador en una de tus fojas de notas. Tus discursos eran brillantes, acrisolados y de efusiva prosa. Tu habilidad en el mar, así como en las aulas de la Escuela de Guerra de la Marina y del Ejército, como alumno y profesor, te hicieron ganarte algunos enemigos, que en su momento fueron implacables, en su mediocridad. Lograste alcanzar muchas de tus metas profesionales, pero con profunda pena decidiste dejar el uniforme para irte a la vida civil después de muchos años de servicio, para darle un mejor futuro a tu familia trabajando en empresas pesqueras que te convocaron por la gran reputación de rectitud y eficiencia que te habías ganado como autoridad marítima y política en 1962 en Chimbote, durante la Junta Militar que presidió el General de División Ricardo Pérez Godoy, y lo que te valió el tan preciado ascenso a capitán de navío. Llegaste a lucir los mismos galones con los que Grau se inmoló en Angamos. Tu don de gentes, tu responsabilidad, tu inteligencia, te abrieron puertas y tuviste éxito en la gestión privada, pero siempre llevaste a la Marina en el corazón. Recuerdo que me decías que yo debía acabar con lo que llamabas medio en broma “La maldición de los coroneles”, puesto que tú en la Marina como capitán de navío, y tu padre, tu abuelo, tu bisabuelo habían vestido el equivalente a tus galones, como coroneles del Ejército de la República, los coroneles Llosa y más tras aún en la vieja Arequipa, hasta el fundador, en los albores del siglo XVIII, don Juan de la Llosa y Llaguno, maestre de campo bajo los Habsburgo, coronel bajo los Borbón, de los ejércitos de su Majestad Católica.

Recuerdo que a los pocos años de graduarme en la Escuela Naval, coincidí en José Quiñones con un almirante en retiro y su esposa que los visitaban a Anita y a ti. El almirante, a quien nunca había visto, había servido bajo tus órdenes a bordo, y te visitaba cuando ya la demencia senil consumía tus últimos entendimientos. Me llenó de orgullo su trato hacia a ti. Volteó a verme y me dijo: “tu abuelo fue de los marinos de verdad, de carácter, de los que se meten, nada de guantes de seda a la hora de la verdad. Tenlo siempre presente, muchacho”.

De la mano del Viejo “ingresé” a la Marina de Guerra del Perú a los 7 años. Me llevaba a los buques, a los submarinos. Mi asombro era indescriptible al ver esos gigantes cruceros, las poderosas fragatas, los imponentes submarinos. Por supuesto las vistas al Museo Naval del Perú que dirigía su íntimo amigo, compañero y compadre, el tan recordado tío Carlitos Cossio, cuzqueño bonachón y simpático, que haciéndose el misterioso, me mostraba por instantes la espada del Gran Almirante que el tenía bajo su custodia directa, que era la que le habían obsequiado las damas peruanas al Caballero de los Mares y la que había donado a la Marina su nieto, don Miguel Grau Wiesse. Supondrán el asombro del niño de 10 años ante semejante joya, que debió imaginar en ese momento al propio Grau blandiéndola en plena lucha. Esas visitas terminaban no sin antes tomar un caldo de choros en el antiguo Rovira que funcionaba en sus ya lejanos días de cadetes y aún antes, y que se ubica al lado del Museo.

Por esos años entrar a tu escritorio era un éxtasis para ese niño que soñaba con buques y batallas y héroes inmortales, que hacía discursos por el 8 de octubre dedicados a su Papapa -y que conservo- y que jugaba a que ese espacio -cuasi olímpico- era su puente de comando donde dirigía a sus primos menores convertidos en sus oficiales y marineros. Ver las fotos antiguas, las reliquias familiares que conservabas con religioso afán, tu espada de oficial y la réplica del monitor Huáscar -ambos custodiados con ahínco desde que me los entregaste- que te regaló ese ministro de Marina en 1979 que había sirvió bajo sus órdenes tiempos ha. Cuantas horas escuchando tus historias y anécdotas en submarinos, los legendarios R en especial del que comandaste, el R-2. ¿Papapa quién fue el que chocó el submarino ese? ¡Los nombres no se dicen hijo! Escucharte hablar de tus jefes, entre ellos el gran Roque Saldias y tus compañeros de la promoción 1935 de la Escuela Naval que habían recibido sus espadas de manos de una de las figuras más prominentes del siglo XX, el Mariscal Oscar R. Benavides uno dos mejores presidentes y más hábiles estadistas que ha tendido el Perú.

Cuando niño, en el balneario de la Marina conocí o escuché hablar de muchos de tus compañeros y amigos de la promoción, los almirantes Pepe Rivarola, Juanito Bonucelli, Esteban Zimic, Pedro Vargas Prada que falleció repentinamente a los 56 años en el año 1969, siendo Comandante General de la Escuadra. Los comandantes Johnny Cabello -que vivió hasta los 100 y que estuvo en tu cumpleaños 85 y el último, los demás ya habían fallecido- Alberto Ascenso, Lucho Muller. Y sus compañeros de tu primera promoción la 1934, tus grandes amigos los comandantes Carlos Cossío y Ramiro Ramírez de Piérola, y por supuesto tu íntimo amigo que había sido tu segundo a bordo, el capitán de navío don Jaime Saavedra, el tío Jaime. Se trataban de don Carlos y don Jaime y los unió una gran amistad. Recuerdo siempre sus largas conversaciones por teléfono o en casa. Recordarás que una vez que te acompañé a visitarlo, cuando ya habíamos abordado tu Opel comodoro para irnos, un ladrón paso como un rayo y te arrancó tu reloj que era muy preciado, no por ser muy costoso sino porque te lo había regalado tu adorado hijo Teobaldo. El delincuente corrió hasta subirse a una moto que lo espera con otro asaltante. Entonces sin dudarlo emprendiste, al volante -y yo atrás cargado de adrenalina- la persecución de los ladrones, lo que para un niño de 10 años significaba una aventura hollywoodense. Recuerdo que los seguimos por una calle paralela a la avenida Pezet desde Salaverry sin que los delincuentes se dieran cuenta. ¡Por allá Papapa! Cuando estábamos a la cuadra -empleando términos navales- del Golf de San Isidro acercaste el Opel a unos metros de la motocicleta. Los asaltantes al darse cuenta se sorprendieron y se asustaron -que cara les habrás puesto- y sin pensarlo dos veces arrojaron el reloj preciado al capot de tu auto. Me sentí el niño más feliz de la tierra, inflado el pecho por lo que habíamos hecho. Cuarentaicinco años después, cuando iba camina por la berma central de la avenida Arequipa en mi caminata de media tarde -iniciada por el médico- me arranchó mi celular un motociclista que paso a toda velocidad. Sin dudarlo emprendí la persecución con ayuda de una camioneta de un buen samaritano que pasaba por ahí y vio la situación y me auxilió. Corrí y corrí y mientras te pedía que me ayudes a agarrar al maldito como esa vez en Pezet. Creo que en ese momento estabas de guardia con Grau o estabas hablando con tu Papá del Conde de Matalagarto, porque no me hiciste caso, y no tuve la misma suerte.

En el 2000 cuando tu promoción, la ESNA 1935 integrada por quince destacados marinos de guerra, cumplía 65 años de haberse graduado como alféreces de la promoción 1935 publique un artículo en la revista de Marina en su homenaje. Este año gracias al apoyo del Comandante General de la Marina, esos quince jóvenes de los días de “Lo que el tiempo se llevó”, y que desparecieron hace ya muchos años, recibirán un homenaje de sus familiares en el nonagésimo aniversario de su graduación en su alma mater, la bicentenaria Escuela Naval del Perú.

A mi esposa Jessica y a mis hijos Camille y Tadeo, siempre les hablo de ti. Del maravilloso abuelo que fuiste para mí, de ese hombre honorable, del marino recto e institucionalista amante de su profesión y de su Marina. Siempre me decías ¡si volviera a nacer, volvería a ser marino! Un ejemplo permanente para mí en los treinta y siete años que estuve en servicio activo. Hago mías esas palabras y yo también volvería a ser marino si volviera a nacer.

Me ensañaste que servir a la Patria asumiéndolo como el mayor honor del que puede enorgullecer un ciudadano, con inalterable lealtad a la tierra que nos vio nacer. Me enseñaste desde muy pequeño a venerar la figura del Gran Almirante del Perú don Miguel Grau Seminario, a sentir orgullo del legado de tu ilustre bisabuelo el sabio don Mariano Eduardo de Rivero y Ustariz, y a admirar el talento de tu padre el Coronel Teobaldo Llosa y Rivero, el militar de ciencia, y el heroísmo de su padrino el Coronel Carlos Llosa y Llosa, comandante de batallón Zepita caído en la batalla del Alto de la Alianza, así como a ser consecuente con la vieja estripe militar arequipeña que fundó el maestre de campo vizcaíno.

Cuando una vez caminábamos por unas calles cerca de la casa de José Quiñones. Me tomaste del brazo para cruzar la pista porque ya te movías a paso lento, me dijiste que yo sería el sostén de tu vejez.

Mi adorado Viejito, mi antepasado como te decía, han paso casi treinta años de la última vez que nos vimos y puedo decirte que no he dejado de extrañarte y de llevarte en mi corazón y de pensar en ti. Has estado presente en cada logro que he alcanzado en mi carrera hasta llegar al almirantazgo. Sé que estas muy orgulloso de mí allá y que me contemplas, desde los mares infinitos que ahora surcas al lado de Anita, de tus padres y de Dios, como cuando esperabas con los brazos abiertos a ese niñito pequeño que corría con ilusión a tus brazos al llegar a José Quiñones. Siempre te agradeceré por haberme guiado a las puertas de la maravillosa profesión que compartimos, por enseñarme, tu más que nadie, a ser un buen marino. En nosotros la Patria está primero, el honor, nuestro apellido, añejado en el servicio a la Nación dentro y fuera de filas.

Recuerdo con mucho sentimiento el momento en que te acercaste a colocarme mis caponas de alférez de fragata dejando de lado a los cadetes designados para eso, inmediatamente después de que el Comandante General de la Marina me entregase mi espada, en mi ceremonia de graduación. La felicidad que nos embargaba a ambos esa mañana del 7 de diciembre de 1988, la tengo muy grabada. Junto a mi Papá -el padre maravilloso que me dieron Anita y tú- lo habíamos logrado, después de altibajos y dificultades. Quería ser marino. No fue fácil, pero se pudo.

Cuan felices eran tú y Anita -y yo por supuesto- al verme entrar en la casa de José Quiñones con mi uniforme de joven alférez de fragata, quien ahora es un jubilado contralmirante de 55 años. Cuanto daría por volver a abrazarlos mil veces.

Tuve la enorme pena y a la vez el honor de dirigir los honores militares, siendo teniente segundo, con que te despedimos en Jardines de la Paz, rodeado de toda tu familia que dolida te daba el último adiós, Anita, tus hijos, tus nietos, después de haberte dedicado unas palabras que me apretaban el pecho -mientras luchaba por no llorar- todo eso y mucho más está vivo en mí. Apenas dos años después se te uniría la Mamama para siempre.

Un día nos volveremos a encontrar querido Viejo en un lugar ajeno al tiempo, al dolor y a la muerte, habrá mucho de qué hablar. Tendremos el mar de la eternidad para surcarlo a nuestra voluntad.