Luis Eugenio Dintilhac nació en Provins, Francia, en 1878. Fue, desde siempre, miembro de la Congregación de los Sagrados Corazones, una organización católica vinculada a la educación. Se ordenó sacerdote y, ya en Lima, desarrolló la mayor parte de su vida religiosa y académica. Tras su llegada al Perú, estudió Teología en la Decana de América, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Al ordenarse, adoptó el nombre Jorge. Quizá por el santo que enfrentó al dragón. Quizá por algún pariente o referente. Hoy, una avenida clave del distrito de San Miguel lleva su nombre: la avenida Monseñor Jorge Dintilhac, al pie de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).
Su español era bueno; su ambición por combinar la religión y la educación, enorme. En un Perú con pocas universidades, todas públicas, impulsó la creación de la primera universidad privada del país. Todo se cristalizó mediante la Resolución Suprema del 24 de marzo de 1917, firmada por el presidente de la República, José Pardo y Barreda, y el ministro de Educación, Wenceslao Valera.
Durante el Virreinato del Perú se fundó, en 1551, la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. La segunda universidad peruana data de 1677: la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, en Ayacucho. La tercera universidad del Perú fue la Universidad Nacional San Antonio Abad del Cuzco, creada en 1692 por el papa Inocencio XII y el rey Carlos II. Ciento treinta y dos años después, en plena gesta de la Independencia, surge la Universidad Nacional de Trujillo (1824), promovida por Bolívar. Cuatro años después (1828) nace la quinta: la Universidad Nacional de San Agustín. Ya en plena República, y con el respaldo del presidente Ramón Castilla, se funda la sexta universidad del Perú: la Universidad Nacional del Altiplano de Puno (1856).
Pasaron más de seis décadas desde la fundación de la sexta universidad para que se estableciera una nueva casa de estudios superiores (y la primera privada). La larga espera terminó con el nacimiento de la PUCP, cuyo alumbramiento no estuvo exento de controversias. El contexto era rígido, el modelo educativo, estricto, y la flamante universidad ofrecía un aire nuevo.
Sin embargo, la mencionada controversia llegó con críticas encendidas. La, por algunos, idealizada universidad pública se contrastaba con la nueva gestión, la modernidad y el entusiasmo de un joven rector Dintilhac y sus correligionarios. Jorge Basadre, historiador agudo, señaló respecto de la creación de la PUCP:
“…Hubo quienes afirmaron muy enfáticamente que las instituciones de educación superior debían ser dependencias naturales del Estado, con el fin de proveerle de hombres y ciudadanos capaces de realizar el bien público; que erigir una de carácter confesional y privado constituía un inútil dispendio de tiempo y de esfuerzo…” [1].
Pero la PUCP se estableció, superó los embates y se consolidó como una universidad importante. Un aristócrata, intelectual y millonario —José de la Riva Agüero y Osma—, padre de todos los conservadores peruanos, legó en favor de la universidad del distrito de San Miguel. Sobre el testamento y las distintas orientaciones en la gestión universitaria ya se ha escrito y se escribirá. Pero lo interesante para mí, a partir de esta reseña, es la vuelta de tuerca.
Alguna vez, Mark Twain señaló: “La historia no se repite, pero a menudo rima”. El futuro no tiene que repetir los sucesos previos, pero a veces surgen similitudes o patrones.
A fines de los años 90 del siglo pasado empezaron a consolidarse las universidades privadas societarias, y desde las universidades ya establecidas surgieron también críticas… y preguntas. ¿Nuevos modelos educativos? ¿Innovación? ¿Apuesta por la modernidad? ¿Era posible acaso complementar carreras como ingeniería o derecho con cursos de economía, contabilidad o negocios? ¿Resultaba sostenible que muchas clases fueran dictadas por gerentes y no por docentes investigadores?
Recuerdo a mi padre, veterano docente de la Facultad de Arquitectura de una universidad privada asociativa, con reservas, examinando por esos días el arranque de una nueva facultad en una universidad privada societaria. Y recuerdo situaciones similares con juristas de una universidad asociativa, muy circunspectos, cuestionando las nuevas ofertas educativas en Derecho [2].
La realidad es que la brisa fresca impactó positivamente. Las universidades tradicionales se vieron obligadas a refrescar sus mallas curriculares, apelar a la tecnología y modernizar sus procesos (incluidos los de admisión). Las apuestas societarias serias abrieron el mercado en un momento en que la creciente población necesitaba, a gritos, nuevas alternativas.
Hoy, las carreras universitarias, tanto en las asociativas como en las societarias, se parecen mucho más de lo que antes hubiéramos imaginado. Compiten. Se proyectan al futuro. Consolidan la libertad de enseñanza que la Constitución defiende (no obstante la regulación). Son, por ello, cada día más atractivas para las nuevas generaciones.
Monseñor Dintilhac: en efecto, el futuro a menudo rima.
[1] Basadre, Jorge (1982). Historia de la República del Perú. Lima: Editorial Universitaria, 1983. Tomo XI, p. 51.
[2] La historia es circular. La PUCP encontró dificultades enormes al principio de sus días. Jorge Basadre también recordaba, en el texto citado, que “…algunas personas, tenidas por muy católicas, se negaron a enseñar en aquella difícil primera época…”.