La Reunión de Alto Nivel “Democracia Siempre”, celebrada el 21 de julio en Santiago de Chile, pretendió ser un llamado a favor de la democracia, el multilateralismo y la justicia social. Sin embargo, expuso una realidad preocupante: los líderes convocados, lejos de encarnar los principios que invocaron, exhiben trayectorias que debilitan el ideal democrático. En lugar de consolidar un frente contra el autoritarismo, la cumbre reflejó ambigüedades, contradicciones y un silencio elocuente frente a las dictaduras del hemisferio.
Gabriel Boric (Chile), Gustavo Petro (Colombia), Lula da Silva (Brasil), Pedro Sánchez (España) y Yamandú Orsi (Uruguay) fueron los rostros visibles. Todos elegidos por la vía democrática, pero sus estilos de gobierno, alianzas externas y discursos selectivos ponen en duda su papel como referentes democráticos. Boric, duramente criticado por su gestión interna, ha condenado algunas dictaduras, evitando confrontaciones claras. Petro ha tensado el orden constitucional colombiano con decretos, consultas ilegales y gestos de simpatía hacia el chavismo, Cuba y Nicaragua. Lula ha estrechado lazos con Irán, China y Venezuela, sin emitir condenas por violaciones sistemáticas de derechos humanos. Pedro Sánchez, en medio de una crisis de legitimidad interna, mantiene pactos con sectores radicales, evitando criticar al castrismo y al sandinismo. Orsi, que representa una nueva etapa en la política uruguaya, se sumó sin reservas a esta narrativa, mostrando una preocupante tibieza frente al autoritarismo en el continente.
Proclamaron nobles objetivos como reformar la gobernanza global, fortalecer una diplomacia democrática ante proyectos autoritarios, combatir la desinformación y la desigualdad, y promover narrativas alternativas ante el retroceso democrático. Pero estos temas resultan carentes de contenido frente a los hechos: ninguno condenó abiertamente a las dictaduras de Cuba, Nicaragua o Venezuela. No se exigió la liberación de presos políticos; las desapariciones forzadas no fueron mencionadas; tampoco la represión religiosa ni las prácticas sistemáticas de tortura. Ni una palabra contra el fraude electoral, el cierre de universidades o la represión del disenso.
Cuando gobernantes que mantienen relaciones estrechas con regímenes como China, Rusia, Irán o los autoritarismos latinoamericanos pretenden erigirse en defensores de la democracia, el riesgo es doble: confunden a las sociedades sobre el significado real de vivir en libertad y desactivan las alertas globales ante el avance del autoritarismo. La democracia, sin una defensa clara y coherente, se convierte en un eslogan decorativo, útil para agendas ideológicas, pero incapaz de garantizar los derechos y libertades que la definen.
Esta instrumentalización erosiona el valor moral de la democracia y deja a las poblaciones sin referentes confiables. La tibieza frente al terrorismo, la censura o la represión política no puede ocultarse tras discursos sobre justicia social o diplomacia multilateral. El silencio frente a los crímenes de sus aliados no es una postura estratégica: es complicidad ideológica.
Lo que demostró esta cumbre no fue una defensa de la democracia, sino su relativización. En lugar de enfrentar al autoritarismo, estos líderes ofrecieron una zona gris, donde los principios se diluyen y los compromisos se miden según las conveniencias políticas. En estos contextos, los derechos humanos se convierten en moneda de cambio y el pluralismo, en herramienta discursiva sin aplicación práctica.
El mundo no necesita líderes que hablen de democracia mientras pactan con dictaduras, sino una defensa firme, frontal y coherente de la libertad, el Estado de Derecho y los valores que hacen posible una sociedad libre. Sin esa coherencia, cumbres como esta no fortalecen la causa democrática: la ponen en riesgo.