En política, los gestos tardíos y oportunistas suelen ser los más peligrosos. Esto se ajusta a la presidenta Dina Boluarte, quien ha vuelto a desempolvar por enésima vez la bandera de “sacar al Perú” de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Aunque esta salida es una urgencia patriótica real, la sola presencia de Boluarte como promotora del tema amenaza con vaciarlo de legitimidad. No lo hace porque cree en la causa: lo hace porque necesita revertir su impopularidad. Su súbito fervor soberanista llega justo en su último año de gobierno, cuando más necesita agitar banderas para que no la bajen del caballo o para tratar de salir de Palacio sin aguantar la respiración. No nos engañemos.
Por eso, dejando en segundo plano a la mandataria, repasemos el verdadero trasfondo del asunto: el Perú no puede seguir atado a la CIDH. La urgencia de salir de este organismo ya no es solo un debate jurídico: es un asunto de supervivencia soberana. No existe democracia plena si un tribunal extranjero, con magistrados que nadie aquí eligió, puede suspender nuestras leyes, frenar decisiones de nuestro Congreso y condicionar el rumbo de nuestras políticas públicas. Permanecer en este organismo es vivir con un poder paralelo que, en la práctica, se comporta por encima de nuestra Constitución.
La adhesión del Perú a la Convención Americana sobre Derechos Humanos en 1978 implicó reconocer la jurisdicción de la CIDH, pero en calidad de instancia residual: solo debía intervenir cuando nuestro sistema de justicia fallara o se negara a brindar un recurso efectivo. Eso dice la letra del tratado y eso exige el principio de soberanía. Sin embargo, la práctica de la Corte ha torcido este mandato hasta convertirlo en un poder paralelo que interfiere en decisiones de política interna.
Ejemplo reciente: la CIDH ha ordenado suspender la aplicación de la Ley de Amnistía Humanitaria —aún pendiente de promulgación— que busca terminar procesos penales que llevan más de dos décadas contra militares, ronderos y personas de avanzada edad. Sin respetar el agotamiento de la vía interna, la Corte ha congelado una decisión tomada por un Congreso electo por el pueblo peruano. Antes de que un solo juez constitucional peruano pueda pronunciarse, la Corte ya dictó sentencia política disfrazada de medida cautelar.
Lo mismo ocurrió con la norma que regula las donaciones extranjeras a través del sistema APSI. El Perú, como cualquier Estado soberano, tiene derecho a decidir qué donaciones recibe, bajo qué condiciones y para qué fines. Sin embargo, la CIDH ha impuesto un proceso de supervisión como si pudiera legislar sobre nuestras finanzas públicas y nuestra seguridad nacional.
En el papel, la Corte Interamericana de Derechos Humanos es un tribunal diseñado para proteger al ciudadano frente al abuso del poder estatal. En la práctica, sin embargo, su interpretación expansiva y selectiva de los “derechos humanos” ha terminado sirviendo como escudo para delincuentes peligrosos y, en especial, para terroristas con prontuarios de sangre.
El caso peruano es ilustrativo y doloroso. El Estado peruano ha sido obligado por la CIDH a pagar más de cinco millones de dólares en indemnizaciones a miembros confesos de organizaciones terroristas como Sendero Luminoso y el MRTA. Nombres como Víctor Polay Campos (fundador del MRTA), Lori Berenson (colaboradora extranjera de la misma organización) o María Loayza Tamayo figuran en la lista de beneficiarios de estos pagos, ordenados bajo el argumento de que se vulneraron sus derechos procesales o carcelarios. Es decir, un país que perdió miles de vidas por el terrorismo ha terminado financiando con recursos públicos la “reparación” económica de sus verdugos.
El doble estándar es indignante. Mientras que la CIDH ha mostrado una vergonzosa tibieza para condenar con firmeza a dictaduras como la de Venezuela —donde las violaciones a los derechos humanos son sistemáticas y documentadas—, ha sido implacable contra democracias que, como el Perú, desplegaron la fuerza para defenderse de amenazas armadas internas. En este esquema, el Estado que lucha contra el terrorismo termina en el banquillo, y el terrorista, convertido en “víctima”, cobra una indemnización.
Este sesgo erosiona la justicia, desmoraliza a las fuerzas del orden y envía un mensaje perverso: que la violencia política puede ser premiada si se reviste de discurso de “resistencia” y se ampara en un litigio internacional.
Por otra parte, la actual Ley de Amnistía Humanitaria no es, como gritan ciertos sectores ideologizados, una “ley para la impunidad”. Es un reconocimiento a destiempo en el que el Estado ha sido incapaz de cerrar procesos penales absurdamente prolongados contra personas que ya no representan peligro alguno para la sociedad. Algunos llevan más de veinte años sin sentencia firme, muchos son octogenarios con salud quebrantada. Esto, en cualquier país serio, se llama abuso procesal.
El Congreso ha decidido que es hora de poner fin a esa aberración. La CIDH ha decidido que no. Y su palabra, en el actual esquema, pretende estar por encima de la nuestra.
Volviendo a Dina Boluarte, esta señora no siempre tuvo la postura que ahora enarbola. En 2022, cuando enfrentaba investigaciones por su papel como presidenta del Club Departamental de Apurímac, pidió ayuda a la CIDH para que interviniera a su favor. Hoy, en un giro digno de la política más cínica, la acusa de intervencionista. Este doble discurso no invalida la urgencia de la causa, pero sí la deslegitima si ella pretende erigirse como su rostro visible. El riesgo es que una batalla justa se convierta en un simple eslogan de campaña para una presidenta que huye hacia adelante.
No hay medias tintas: el Perú debe denunciar la Convención Americana y retirarse del sistema de la CIDH. Esto no significa renunciar a la defensa de los derechos humanos, sino asumirla con madurez y soberanía. Se trata de preservar un sistema de justicia que responda a nuestras leyes y a nuestra gente, no a magistrados extranjeros con agendas políticas de corte izquierdista.
El retiro debe ser una decisión de Estado, respaldada por un debate serio en el Congreso, no un gesto improvisado para salvar a una presidenta impopular. Debe incluir un plan para fortalecer nuestro sistema de justicia, reforzar garantías constitucionales y evitar abusos internos que den pretexto para críticas legítimas.
Cada vez que la CIDH decide que su voz está por encima de la de nuestros jueces y legisladores, erosiona un pedazo de nuestra independencia. La soberanía no se negocia ni se mendiga; se ejerce.
No se trata de seguir a Dina Boluarte. Se trata de defender, sin concesiones, el derecho del Perú a decidir por sí mismo. Y para eso, la salida de la CIDH no puede esperar más.