Aquella mañana del 3 de agosto de 1492, el marinero Bartolomé Torres, apoyado en la borda de la nao Santa María mientras veía alejarse el puerto de Palos, se consoló —por enésima vez— diciéndose que mejor estaba a bordo de esa nave con rumbo desconocido —aunque el almirante Colón había prometido que llegarían por el oeste a las tierras del Cipango y del Catay— que en una prisión esperando su ejecución.
Bartolomé había estado preso por asesinar al pregonero de Palos en una riña y, por tanto, condenado a muerte. Sin embargo, junto con otros tres condenados, se acogió a la propuesta de los hermanos Pinzón de enrolarse para este viaje a cambio de la condonación de la pena capital. Ni tonto ni perezoso, Bartolomé aceptó de inmediato. Sin embargo, en esos momentos, mientras las tres naves zarpaban del puerto de Palos con ochenta y siete hombres hacia lo desconocido, se preguntaba en qué lío se había metido y si no habría estado mejor en la prisión esperando su ejecución junto a sus tres compañeros.
Aparte de los cuatro condenados, los demás marineros enrolados por Cristóbal Colón y los hermanos Vicente Yáñez y Martín Alonso Pinzón eran hombres libres. Entre ellos había numerosos vizcaínos, tres italianos y un portugués. No podía faltar un médico, maese Alonso; un cirujano, maese Juan; un boticario, maese Diego; y un notario, el escribano Rodrigo de Escobar, segoviano. También estaba Cristóbal Caro, platero encargado de determinar el grado de ley del oro y la plata que esperaban obtener. Como alguacil de la armada y administrador del agua potable iba Diego de Arana, primo de Beatriz, la amante cordobesa de Colón.
Todos recordaban aquel 23 de mayo de 1492, cuando el pregonero municipal tocó su cornetilla en la puerta de la iglesia de San Jorge de Palos y, ante todo el pueblo reunido, leyó un decreto real en el que sus majestades conminaban al pueblo a contribuir con hombres y dinero al proyecto de Colón. La razón: Palos tenía una condena por haber violado el tratado suscrito con Portugal sobre derechos de explotación de las costas africanas. Se le había impuesto servir a los reyes con dos carabelas armadas “a sus propias costas y expensas” por dos meses. Palos terminó aportando, a regañadientes, nada menos que 350 000 maravedíes.
Colón ya contaba con la Santa María, y a los de Palos no les hacía gracia solventar el gasto de dos carabelas más. Finalmente, gracias a su amigo fray Antonio de Marchena, Colón conoció a Martín Alonso Pinzón y lo convenció del proyecto —seguramente prometiéndole parte de las ganancias—, acordándose que los Pinzón proporcionarían las dos naves faltantes: Martín Alonso como capitán de una y su hermano Vicente Yáñez de la otra. Colón quedaría al mando de la Santa María.
En aquella época se creía que la Tierra era plana y que, al llegar al borde, las aguas caían al vacío y las naves se precipitaban hacia la destrucción. Por ello, emprender este viaje era, literalmente, viajar “al más allá”. La carabela era el mejor barco de entonces, pero Colón solo consiguió la Santa María, que era una nao: buque de carga algo mayor y más complicada de gobernar. Apodada “La Gallega”, medía 26 metros de largo, ocho y medio de ancho y cuatro y medio de alto, con tres mástiles y velas cuadradas salvo la latina en el mástil de popa. A Colón nunca le gustó; la consideraba pesada y “no apta para descubrir”.
Las otras dos naves fueron escogidas por Martín Alonso Pinzón. La Niña, llamada Santa Clara en honor a la patrona de Moguer, era la más pequeña de la flota y la favorita de Colón por su maniobrabilidad. Medía 24 metros de largo, siete de ancho y tres y medio de alto. En Canarias, Colón cambió sus velas latinas por cuadradas. La tercera, La Pinta, fue cedida contra la voluntad de su dueño, Cristóbal Quintero. Todas las naves iban artilladas: la Santa María con cuatro piezas de artillería mayor y falconetes fijos en la borda.
Navegar en estas embarcaciones en mar abierto, sin referencias costeras y solo con brújula y cuadrante para calcular el rumbo y la latitud, era de locos o suicidas. La velocidad se estimaba a ojo.
Este viaje podría compararse hoy con enviar una nave espacial más allá de nuestro sistema solar, bajo la promesa de hallar mundos llenos de riquezas. El 2 de agosto de 1492, Colón ordenó embarcar. La despedida fue emotiva: familias y amigos lloraban, convencidos de que ninguno regresaría.
Bartolomé de las Casas relata:
“Puesto su despacho todo en perfección, jueves a dos de agosto, año de 1492, mandó Colón a embarcar toda su gente; antes que el sol saliese con media hora, hizo soltar las velas, y salió del puerto y barra que se dice de Saltes, porque así se llama ese río de Palos”.
De eso hace ya 533 años… lo demás es historia.