OpiniónSábado, 9 de agosto de 2025
A 80 años de Hiroshima, ¡no hemos aprendido nada!, por Alfredo Gildemeister

Aquella mañana del lunes 6 de agosto de 1945, Fujio Torikoshi, de 14 años, se levantó muy temprano, pues tenía varias cosas que hacer. Nunca imaginó que su vida cambiaría para siempre y que sería un mudo testigo de uno de los hechos históricos más escalofriantes y trágicos que aún avergüenzan y conmueven a toda la humanidad. Fujio vivía con su madre y nueve hermanos en Yamate-machi, una colina cercana a la ciudad de Hiroshima desde donde se podía apreciar toda la ciudad. El día amaneció bien soleado y el cielo estaba limpio de nubes. Curiosamente, Hiroshima no había sido hasta entonces bombardeada por los americanos, que venían arrasando otras partes de Japón. Esta excepción terminaría en unos pocos minutos.

Eran las 8:14 de la mañana y, mientras Fujio desayunaba, escuchó el ruido de un avión, por lo que decidió salir de su casa para verlo. Cuando iba a entrar nuevamente, al no poder divisar el avión —pues al parecer volaba muy alto—, vio de repente algo negro en el aire que estalló en una explosión de luz tan brillante como el sol. La explosión despedía rayos amarillos y el cielo, de un momento a otro, se volvió completamente naranja. A Fujio incluso le pareció hermoso. Sintió como si el tiempo se detuviera, con un silencio tan profundo como extraño, hasta que recibió una “bofetada de calor”, como si le cayera agua hirviendo, quemándole la cara y las manos. En ese instante, una ráfaga de viento muy fuerte lo lanzó por el aire a unos diez metros de distancia, haciéndole perder el conocimiento.

Sin saberlo, Fujio era testigo de la primera bomba atómica lanzada en la historia. Lo más espantoso era que, encontrándose a más de dos kilómetros del epicentro, sufrió quemaduras tan graves que estuvo a punto de morir. “Aunque estaba delirando, me acuerdo de la ‘lluvia negra’ que caía sobre el polvo de los escombros y de los quejidos de los heridos, todos chamuscados”, recuerda. Lamentablemente, no había médicos para tratarlo en Hiroshima, pues habían perecido el 90 % de ellos y el 93 % de las enfermeras. Un camión militar repleto de heridos lo trasladó, en un trayecto plagado de baches, a un hospital a 20 kilómetros de la ciudad, donde lo untaron con harina de trigo y vinagre antes de vendarle todo el cuerpo como a una momia. De vuelta en su casa, medio destruida por la explosión, estuvo agonizando dos días.

Fujio permaneció internado tres meses en un hospital, vomitando sangre a diario, con las vendas infectadas por el calor y la falta de medios. “Como no podía comer, mi madre hizo una pajita con el tallo de una planta de trigo, con la que me daba los alimentos que ella masticaba para que los tragara”, cuenta. Afirma que sobrevivió “de milagro”.

¿Qué había sucedido? El 28 de julio de 1945, Japón había rechazado los términos de rendición enviados por Estados Unidos y sus aliados. Ante la perspectiva de que la guerra se prolongara —pues Japón lucharía por su emperador hasta el último hombre, con las miles de muertes que ello acarrearía—, el presidente Harry S. Truman ordenó lanzar una bomba atómica sobre Hiroshima, escogida entre varias ciudades. El objetivo era presionar a Japón a una rendición inmediata e incondicional. Paradójicamente, en la fabricación de la bomba participaron científicos estadounidenses y de otras nacionalidades, como el alemán Wernher von Braun, quien menos de un año antes había trabajado para Hitler en la fabricación de los cohetes V1 y V2 que destruyeron Londres.

La bomba fue bautizada irónicamente como Little Boy. Pesaba cuatro toneladas, equivalente a cuatro kilotones de TNT. Se eligió un bombardero B-29, denominado Enola Gay en honor a la madre del coronel Paul Tibbets, encargado de la misión. La aeronave contaba con cabina presurizada y sistema de control de tiro electrónico, innovaciones para la época. Volando a 9.357 metros de altura, el avión dejó caer la bomba, que explotó a 576 metros del suelo. Se calcula que la temperatura en el epicentro alcanzó los 4.000 °C y que la velocidad de los vientos llegó a 800 km/h, destruyendo la ciudad por completo. El hongo nuclear se elevó a 20 kilómetros y fue visible a 750 kilómetros de distancia. El saldo fue de 140.000 muertos inmediatos y 70.000 heridos. En un radio de 750 metros alrededor del epicentro, nada sobrevivió.

Fujio fue maestro de escuela y se casó ocultándole a su esposa que era un hibakusha —como se denomina en japonés a los supervivientes de la bomba atómica—, por el estigma que ello implicaba. Tras la muerte de su primera hija, a los quince minutos de nacida por cesárea, decidió no tener más hijos por miedo a malformaciones derivadas de la radiación. “Aunque padezco síntomas de leucemia, no guardo odio a los americanos por la bomba, porque Japón también cometió atrocidades y debo seguir contando mi historia para luchar por la paz”, declaró alguna vez con una sonrisa.

Así como Fujio, aún viven sobrevivientes de la tragedia. Es el caso de Tamiko Shiraishi, de 76 años, quien tenía seis cuando casi muere por la bomba. “Estaba en clase y vi una luz azul pálida en el cielo. Cuando me preguntaba qué era, escuché una explosión tremenda y los cristales de las ventanas llovieron sobre mí”, recuerda. Descalza y con los pies ensangrentados, huyó a su casa sin saber que tenía cristales de hasta tres centímetros clavados en la cabeza, que le retiraron en un dispensario. Aunque sus heridas físicas no fueron graves, las psicológicas la marcaron para siempre: imágenes de sobrevivientes quemados de pies a cabeza, con la ropa hecha jirones y la piel cayéndose a tiras, deambulando entre ruinas humeantes. “En las calles había tantos cadáveres que debíamos saltarlos. Algunos estaban carbonizados, mirando al cielo con los brazos extendidos para protegerse”, relata.

Tres días después, el 9 de agosto, otro bombardero B-29 lanzó la segunda bomba atómica, Fat Man, sobre Nagasaki, tras no poder hacerlo en Kokura por nubosidad y humo de bombardeos previos. El desastre fue similar. Poco después, Japón se rindió incondicionalmente. Tamiko advierte hoy a los políticos: “Piensen bien lo que hacen. Han pasado 80 años y es un momento importante para evitar que se repita el pasado”.

Han pasado ocho décadas desde estas tragedias. ¿Ha aprendido el hombre la lección? Pareciera que no. Lo que sucede en Gaza o en Ucrania, por solo mencionar dos conflictos, y las amenazas de uso de armas nucleares, parecen demostrar que el ser humano persiste en sus errores y estupideces. Nunca más deben repetirse hechos semejantes a Hiroshima y Nagasaki, que degradan a la humanidad y la hacen, literalmente, menos humana.