Martín Vizcarra Cornejo presidió un gobierno que será recordado como una etapa sombría de la vida nacional. Su falta de lealtad y de escrúpulos es manifiesta. Sin embargo, no puede soslayarse que su poder político se construyó con el concurso de los medios de comunicación adscritos a los grupos El Comercio, La República y RPP, especialmente.
Durante el gobierno de Vizcarra no fue necesario ejercer el control de la prensa a través de un organismo estatal todopoderoso, como en los años de la dictadura de Juan Velasco Alvarado. Tampoco fue necesario que los directores de los diarios fueran designados por el gobierno, como sucedió incluso durante la segunda fase del gobierno militar presidido por Morales Bermúdez.
En los años de Vizcarra no actuó un Vladimiro Montesinos que, en la “salita del SIN”, se reunía con directores de diarios, emisoras de radio o canales de televisión para entregarles millones de soles en efectivo a cambio de pautear la línea editorial o informativa de los medios. Nunca debemos olvidar que, durante la campaña electoral del 2000, los medios privados se negaron a aceptar la publicidad electoral de los principales partidos de oposición. En su momento argumentaron que no estaban obligados a contratar; lo cierto es que se sentían lo suficientemente financiados por el gobierno de entonces.
La historia no registra audios ni videos de entregas de dinero durante el gobierno de Martín Vizcarra, como sí ocurrió durante los años del fujimontesinismo. La prensa adscrita a Vizcarra utilizó mecanismos contractuales bajo el concepto de “publicidad estatal”. La coalición vizcarrista se apoyó en los medios de comunicación y, a la par, ejerció poder sobre el Ministerio Público y el Poder Judicial, contando como aliado a Gustavo Gorriti y al Instituto de Defensa Legal. La renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, en marzo de 2018, fue consecuencia de su evidente vinculación con la “trama Odebrecht” y de la presión política ejercida por el Congreso a través de la comisión investigadora, que incluso tomó su manifestación en la sede de gobierno.
Desde el Ministerio de Transportes y Comunicaciones, Vizcarra tuvo en Fiorella Molinelli una estrecha colaboradora. Su paso por la Embajada de Perú en Canadá le permitió tomar cierta distancia del gobierno de PPK. Desde el exterior urdió un plan para generar confianza en Fuerza Popular y en la bancada fujimorista con mayoría absoluta en el Congreso. El 23 de marzo de 2018 prestó juramento ante el Congreso con el tácito beneplácito del fujimorismo.
En junio de ese año optó por la confrontación con el fujimorismo e inició su tenaz lucha contra el nuevo Fiscal de la Nación, Pedro Chávarry. Vizcarra, como presidente regional de Moquegua, había incurrido en graves ilícitos penales y, para encubrir sus delitos, requería que el Ministerio Público fuese presidido por un fiscal supremo de su absoluta confianza.
Por ello no asistió a la juramentación de Chávarry, iniciándose una “campaña mediática demoledora” contra el fiscal en ejercicio. De manera simultánea, el Instituto de Defensa Legal y Gustavo Gorriti, a través de los medios cercanos al gobierno, empezaron a difundir audios supuestamente reveladores. Así se inició la campaña contra “los Cuellos Blancos del Puerto”, en alusión a magistrados de la Corte Superior del Callao. Los audios, propalados de manera selectiva, hacían presumir lazos entre vocales supremos, miembros del Consejo Nacional de la Magistratura, el fiscal Chávarry y políticos. La campaña mediática fue sostenida, con el desenlace del cese de los magistrados titulares y suplentes del CNM. Con celeridad se tramitó una reforma constitucional, creándose la Junta Nacional de Justicia. Las portadas contra Chávarry fueron interminables, en especial de El Comercio y La República.
Desde la gestión de Pablo Sánchez, la Fiscalía de la Nación fue cediendo independencia frente al accionar de Gustavo Gorriti. El Equipo Especial Lava Jato se convirtió en arma política contra los opositores de Vizcarra. El Acuerdo de Colaboración Eficaz entre el Ministerio Público y Odebrecht se mantuvo en absoluta reserva. El empoderamiento de los fiscales Rafael Vela Barba y José Domingo Pérez fue manifiesto. Los grandes medios exaltaron su desempeño, mientras que Gorriti no cesaba de declarar que Odebrecht se encontraba en un proceso de “rehabilitación” y que, por lo tanto, debía seguir contratando con el Estado. Aseguraba que los “errores cometidos” eran reconocidos por los directivos de Odebrecht y que estaban dispuestos a colaborar. Gorriti, convertido en operador político de Odebrecht, ejerció un suprapoder y actuó como censor de la vida nacional.
Durante el segundo semestre de 2018 fue privada de su libertad Keiko Fujimori. A la vez, el Poder Judicial dictó impedimento de salida del país contra el expresidente Alan García. Recordemos la reacción que generó la solicitud de asilo de García ante el gobierno del Uruguay, tanto en Rosa María Palacios, Gustavo Gorriti, Mario Vargas Llosa, Pedro Cateriano, Allan Wagner e incluso el entonces cardenal Pedro Barreto. El gobierno de Tabaré Vázquez, deshonrando la tradición uruguaya, apresuradamente no concedió asilo, pese a que García permaneció quince días en la embajada uruguaya. Vizcarra y sus aliados resaltaron la decisión de Vázquez.
A fines de 2018, cuando Chávarry decidió remover a los “fiscales de Odebrecht”, Vela y Pérez, se hizo evidente la reacción de la “coalición vizcarrista”. El retorno de Vizcarra desde Brasilia (donde estaba en la juramentación de Jair Bolsonaro) demostró que ambos fiscales formaban parte de su “tinglado político”. Los fiscales reasumieron funciones. Chávarry renunció poco después y Zoraida Ávalos, como fiscal de la Nación, mantuvo lealtad a Vizcarra.
La muerte del presidente Alan García en abril de 2019 fue, en mi concepto, parte de un plan urdido para “humillar y enmarrocar” al expresidente o, en su defecto, precipitar un desenlace fatal. No fue casualidad que se dispusiera su detención preliminar en Semana Santa y a pocos días de la audiencia en Curitiba, Brasil. En dicha audiencia, Jorge Barata declaró que García nunca solicitó ni recibió dinero alguno. La muerte del expresidente debe ser investigada y es necesario corroborar las afirmaciones de Jaime Villanueva. No es posible que Gustavo Gorriti no declare ante el Ministerio Público ni cumpla con asistir al Congreso.
La detención preventiva de Vizcarra por cinco meses marca un precedente y cumple el presagio de que “todo tiene su final”. Vizcarra se sintió seguro cuando el premier Salvador del Solar ingresó abruptamente al hemiciclo el 30 de septiembre de 2019 para impedir la elección de magistrados del Tribunal Constitucional. Se sintió seguro cuando, invocando la “denegación fáctica”, disolvió el Congreso esa misma tarde. El golpista del 30 de septiembre asumió plenos poderes y promulgó decenas de decretos de urgencia. Creyó que los congresistas elegidos en enero de 2020 lo respaldarían. Se equivocó, sobre todo cuando de modo desafiante concurrió al Congreso el 9 de noviembre de 2020. Vizcarra trató con desdén a la representación parlamentaria y viajó de inmediato al interior del país, seguro de que la vacancia no sería aprobada. Pero esa noche, con 105 votos a favor, fue vacado constitucionalmente. Abandonó Palacio sin descartar que podría ser repuesto en el cargo. Manuel Merino, presidente del Congreso, asumió la presidencia de la República.
Las protestas de los días siguientes fueron alentadas por los grandes medios, que transmitieron en directo y simultáneo las movilizaciones del 13 y 14 de noviembre. El Partido Morado planteó la reposición de Vizcarra. El Congreso fue presionado: APP y César Acuña retiraron su respaldo a Merino; líderes de Acción Popular como Lescano, Mesías Guevara y Víctor Andrés García Belaunde no expresaron pleno apoyo. Merino renunció en pocas horas. El gobierno de Francisco Sagasti fue, en mi concepto, la segunda fase del vizcarrismo.
El gobierno de Vizcarra, durante la pandemia del COVID-19, cometió graves errores: cerró centros de atención primaria en MINSA y EsSalud, priorizó pruebas rápidas sobre moleculares, incurrió en irregularidades con vacunas y oxígeno. La muerte de más de 200 mil peruanos no puede ser olvidada.
A pesar de estar inhabilitado por el Congreso, postuló en listas parlamentarias de Somos Perú. El JNE se negó a entregarle credenciales, cumpliendo el mandato. Hoy ha fundado un partido político, aprovechando las reglas laxas promovidas por la comisión presidida por Fernando Tuesta Soldevilla. Inhabilitado, aun así se siente con derecho a postular a la presidencia en 2026.
Su astucia y cinismo no tienen límites. Ha recibido trato generoso del Ministerio Público y, de modo inexplicable, el Poder Judicial desestimó las solicitudes de prisión preventiva planteadas por la fiscalía. Nunca imaginó que el Poder Judicial ordenaría su detención preventiva. Un día antes de la audiencia viajó a la frontera con Colombia y, desde la isla de Santa Rosa, envió un mensaje político.
El juicio oral debe concluir en pocas semanas, lo que hace presumir una sentencia pronta. Las causas refieren a hechos delictivos cometidos como presidente regional de Moquegua. Además, está incurso en numerosas carpetas fiscales y deberá afrontar más procesos penales. Vizcarra no es un perseguido político, pero aspira a ser candidato presidencial en 2026. Con desfachatez, anuncia que acudirá a organismos internacionales para ejercer derechos políticos.
Hoy está privado de su libertad y, aunque se muestre negacionista, tarde o temprano tendrá que aceptar su real condición.
Martín Vizcarra carece de moral y sensibilidad. Seguramente desde prisión anhela su libertad, sin desistir de buscar, a toda costa, la impunidad y el poder.