Estoy seguro de que la gran mayoría de los que me leen pueden ser testigos, cada mañana, de cómo las personas se despiertan luego de una noche de descanso y se sumergen casi de inmediato bajo la dictadura del ruido. Algunos, antes de entrar al baño, prenden el televisor; otros se avocan al celular y otros encienden su equipo de música o su radio favorita y escuchan lo que les provoca o lo que les ponen. El asunto es que, conscientes o inconscientemente, hoy las personas necesitan ruido y, si a eso se añaden imágenes y pantallas, mucho mejor. El deportista que va al gimnasio o que sale a correr o a montar bicicleta por la calle un cierto recorrido es casi seguro que corre o monta con audífonos en los oídos y con música a todo volumen; el trabajador que sale temprano en su automóvil, lo primero que hace luego de encender el motor es prender la radio del auto y oír noticias o poner alguna música especial que le gusta, pero el asunto es que siempre manejará con ruido. No quiere escucharse a sí mismo, ni pensar ni reflexionar sobre nada. El peatón camina distraídamente con audífonos oyendo música o mirando, como autómata, su celular, todos metidos en sus propios mundos ruidosos, como si el prójimo y el mundo exterior les importase poco o nada. Estos hábitos en el hombre y la mujer de hoy constituyen un hecho, una realidad, que nos empuja a buscar, casi en automático, siempre ruido, sonidos, bulla, barullo o lo que sea, bajo la forma de noticias, televisión, música, radio, videos en pantallas, etc.
Curiosamente, para el hombre de hoy, el silencio es casi intolerable. Pareciera que no lo soporta, no lo aguanta, le incomoda. La sociedad moderna no soporta el silencio: lo rechaza. Si entras, por ejemplo, a comer algo a una franquicia, te bombardea una música estridente con una televisión de pantalla gigante, para comenzar. Adonde vayas, el ruido está presente. Una “reu” o reunión social de hoy casi no se puede conversar; pareciera que el objetivo es que las personas no se oigan, no hablen y que, por último, no se entiendan. Es el paroxismo del ruido. El ruido emboba a la sociedad moderna, la vuelve adicta, la va atontando y le adormece la conciencia y el cerebro. El ser humano está conformado por alma y cuerpo. Y en todo ser humano hay una necesidad de Dios. Esto es innegable. Sin embargo, si se vive en la fiebre del movimiento, de la actividad y del ruido permanente, ¿podremos escuchar a Dios? El deseo de ver a Dios nos hace, de manera natural, amar y buscar la soledad y el silencio, porque, como bien dice Robert Sarah, “Dios habita en el silencio. Se envuelve en el silencio” (La fuerza del silencio). Thomas Merton, respecto a la necesidad del silencio en la vida diaria, explica que “su necesidad es especialmente patente en este mundo tan lleno de ruido y de necias palabras. Hace falta silencio para protestar y reparar la destrucción y los estragos provocados por el ruido… el tumulto, la confusión y el ruido constantes de la sociedad moderna… son la expresión de la atmósfera de impiedad y desesperación. Un mundo de propaganda, de debates interminables, de críticas o de mero parloteo…”.
¿A qué va todo esto? Simplemente, a que en la sociedad moderna en que vivimos difícilmente el hombre encontrará a Dios y la paz interior, en un mundo en donde el ruido impera por doquier. Es la dictadura del ruido y de la imagen, por añadidura. Quienes aman y buscan a Dios tienen que procurar preservar o crear una atmósfera en la que poder encontrarle. Para ello, el silencio y la introspección son fundamentales. No hay que temer al silencio. Pero a muchos les cuesta abandonar esas fuentes de ruido. No pueden vivir sin ruido. Por otro lado, comprenden la necesidad del silencio, pero no se atreven a sumergirse en él por miedo a enfrentarse a sí mismos. Obviamente, el silencio implica un enfrentamiento a tus pensamientos, pasiones, egoísmos, envidias, ambiciones, rabias, celos, etc. Los sonidos y las pasiones nos apartan de nosotros mismos, nos distraen, mientras que el silencio siempre obliga al hombre a interrogarse sobre su propia vida, y eso hoy no gusta para nada. Mejor es vivir en la “sociedad divertida”, como diría Enrique Rojas; pasarla bien, evitar las responsabilidades y todo lo que implique esfuerzo, sufrimiento o dolor, y simplemente divertirte y no tomar nada en serio.
Si uno lo piensa bien, las maravillas de la creación son silenciosas y solo podemos admirarlas en silencio: un paisaje, el mar, un atardecer, un campo de flores, las montañas o el cielo mismo. En el arte se puede apreciar muy bien el importante papel que juega el silencio: la contemplación de un cuadro de Van Gogh o una escultura de Rodin o la buena música de Bach o Beethoven, etc., solo se aprecian en el silencio. Del mismo modo, señala Sarah, “los sentimientos que brotan de un corazón silencioso se expresan en la armonía y el silencio. Las cosas importantes de la existencia humana se viven en el silencio, bajo la mirada de Dios”. Esto nos lleva a la oración, a la necesidad de orar, de hablar con Dios, pero, más aún, de escucharle, ya que, por naturaleza, la razón de existir de todo ser humano solo la encontrará en Dios. Mientras no se entienda esto, su vida no tendrá sentido alguno. Pero ¿cómo podrás encontrar y amar a Dios si no lo conoces, más aún si vives aturdido —por no decir entretenido o distraído— día a día bajo la dictadura del ruido? Nadie ama lo que no conoce. De allí que, para conocer a Dios y amarlo, es necesario el silencio, pues ¡Dios te espera en el silencio y te hablará en el silencio!
El silencio no es una ausencia; todo lo contrario, se trata de la manifestación de una presencia, la presencia más intensa que existe. El descrédito que la sociedad moderna atribuye al silencio es el síntoma de una enfermedad grave e inquietante: el desprecio u olvido de Dios. En esta vida, lo verdaderamente importante ocurre en silencio. Ya lo dijo Benedicto XVI cuando insistía en que “vivimos en una sociedad en la que cada espacio, cada momento, parece que deba llenarse de iniciativas, actividades, de ruidos; con frecuencia ni siquiera hay tiempo para escuchar y para dialogar. No tengamos miedo de hacer silencio fuera y dentro de nosotros si queremos ser capaces no solo de percibir la voz de Dios, sino también la voz de quien está a nuestro lado, la voz de los demás”. El silencio es, pues, una condición para hacerse presente ante Dios, ante el prójimo y ante uno mismo. En palabras de san Juan Pablo II: “Es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del hacer por hacer. Tenemos que resistir a esta tentación, buscando ser antes que hacer” (Carta apostólica Novo millennio ineunte).
De allí que es fundamental que nos alejemos de la dictadura del ruido que nos envuelve hoy, buscando y procurando esos momentos de silencio en el día, momentos en que te encontrarás, sin darte cuenta quizá, haciendo oración y, cuando menos te lo esperes, en medio de ese silencio, oirás en tu alma la voz de Dios que te sugerirá muchas cosas, y la paz inundará tu corazón y tu alma. Y cada vez sentirás más necesidad de silencio en tu vida diaria, pues solo allí encontrarás a Dios… y, de verdad, te sorprenderás.