El tercer domingo de agosto de cada año se celebra el Día del Niño en el Perú, fecha muy especial por el significado que tienen los niños para nuestras familias. Los niños nos alegran y llenan la vida, y siempre estamos deseosos de verlos crecer sanos, fuertes y con una educación y valores que les permitan convertirse en ciudadanos de bien, que aporten a su Patria y que se sientan orgullosos de ser peruanos, a pesar de las dificultades, de la envidia y del resentimiento que, desafortunadamente, muchos incentivan y practican en nuestro país.
En ciertos entornos como el mío —gracias a Dios— sus posibilidades son grandes en cuanto al futuro, a diferencia —lamentablemente— de muchos otros niños que viven apenas a unas reducidas distancias de ellos. De ahí que quienes tenemos alguna posibilidad —por muy limitada que esta sea— de contribuir a que esa condición cambie, se atenúe o, mejor aún, se reduzca a la mínima expresión, tenemos una obligación moral y ética de brindar nuestro apoyo. Es evidente que en la actualidad se han agudizado las carencias que afectan a la niñez peruana, pero en contraposición, también existe mayor sensibilidad y preocupación ciudadana, cuyo desafío se debe centrar en encontrar las fórmulas más eficientes para solucionarlas, lo cual requiere de una mayor y sincera preocupación en las instituciones públicas y privadas.
Es por ello que, además de festejar a los niños en esta fecha, es indispensable reflexionar sobre las privaciones, necesidades y los peligros que hoy los amenazan. Quienes hemos tenido la oportunidad de servir a la Patria en zonas muy, muy alejadas, conocemos bien esa realidad durísima, y que todavía algunos advierten como ajena, por frivolidad abyecta, indiferencia despreciable o egoísmo mezquino de los que siempre han creído en los de “lujo”, en los mercenarios flautistas, en los ególatras charlatanes que pregonan teorías con tales ínfulas que hacen nimios a los genios de Newton o de Einstein, siempre solícitos a disfrutar de una entretenida velada organizada por la siniestra cosmopolita.
Violencia, desnutrición y pésima educación son tres elementos que “adornan” las tierras del espejismo llamado “milagro peruano” —en el que la designación del ministro de Educación nunca fue de interés, mientras que al escuchar el nombre del nuevo ministro de Economía se alzaban las copas, como si nada más importase en el gobierno—. A ello hay que sumar una poco expedita política de adopciones y muchas situaciones más, sobre las que escasos resultados positivos pueden exhibir hoy las entidades involucradas, porque en todo caso adolecen de una buena comunicación estratégica. Ayudar a superar esta situación es un sobrado aliciente para hacer política en el partido, en el movimiento, en la columna del diario, en las redes sociales, en el activismo en general.
La violencia contra el niño es el acto más repudiable que pueda existir. El maltrato, que incluye el trabajo infantil, muchas veces proviene de sus propias familias, que en no pocos casos son disfuncionales y carentes de valores, lo que configura una realidad cotidiana. Se debe trabajar con estos adultos.
Es bueno recordar que una época extrema de la violencia contra nuestros niños se vivió en los años 80 y 90 en el Perú, obra de las organizaciones terroristas degolladoras de niños, de manera abrumadora, aunque también por aquellos —muy pocos— desequilibrados y cobardes que, vistiendo uniforme, cometieron la atrocidad de segar la vida de pequeños, justificándose en inexistentes órdenes superiores o en la psicosis de las operaciones, que nadie en su sano juicio puede aceptar, arrastrando con ello —sin prueba alguna, como ya es regla general en estos asuntos— a dignos oficiales como a don Wilfredo Mori, general y espada de honor de la promoción EMCH 1958, que hoy frisa los 90 años.
Cualquier clase de violencia contra nuestros niños, cualquiera sea su condición social, debe ser combatida con la mayor decisión y firmeza. Debemos exigir que el sistema de justicia y la PNP sean efectivamente implacables, y los ciudadanos debemos estar vigilantes de que así se haga. Y, sumado a ello, combatir sin desmayo la desnutrición.
Siendo un derechista conservador quien escribe estas líneas, no tengo problema en ser algo keynesiano —temporalmente— con los recursos del Estado —pero jamás partidario de un Estado de bienestar, gran despilfarrador— con tal de acabar con la desnutrición en el Perú, puesto que se requiere de dinero público para ello —que bastante tenemos— a ser empleado con honradez y eficiencia.
Por otra parte, debemos arrebatarle la educación a la ruin y nefasta izquierda roja que la controla desde hace 70 años —es increíble que aún exista después de todo lo que el país ha padecido gracias a su diligente protagonismo en nuestras desgracias—, para que los niños de la costa, del ande y de la amazonía la reciban de calidad.
El Perú exitoso no será viable a largo plazo si no asumimos estos desafíos como el principal objetivo nacional, dado los elevadísimos niveles de violencia infantil, de desnutrición y de pésima educación que caracterizan al país. Si no se avanza en su remedio, solo lograremos que nuestros problemas de convivencia sigan agudizándose.
Nuestros niños de todos los rincones del país se merecen todos los esfuerzos y sacrificios que se requieran hacer para que accedan al futuro que hoy les pareciera negado.
Tal vez, cuando abracemos por este día a nuestros hijos, sea inevitable pensar en muchos niños que no recibirán ese abrazo amoroso, ni ninguna muestra de afecto, y sí indiferencia, hambre y olvido.
Que en este su día, el Señor los bendiga a cada uno de nuestros niños y extienda su manto protector sobre los niños de Gaza, de Ucrania y de África.