OpiniónSábado, 23 de agosto de 2025
El infierno que Castillo soñó, por Tony Tafur
Tony Tafur
Periodista

Año 2026. Pedro Castillo sigue en Palacio. La Constitución ya no existe: fue reemplazada por un manual de adoctrinamiento. Los ministros se eligen en la Plaza de Armas, con yunza incluida. Así se ve la línea temporal en la que la dictadura ganó.

En este país alternativo, el Congreso dejó de ser un foro de debate para transformarse en una capilla ideológica. La justicia se convirtió en una cacería de críticos. El pueblo, reducido a una masa tarifada. Y la democracia… una pelotudez.

La educación fue la primera víctima. Las escuelas ya no enseñaban ciencias sino consignas. Los libros fueron reemplazados por panfletos, los diplomas se otorgaban al más ausente y el recreo se ganaba siguiendo el TikTok de Waldemar Cerrón. El atraso como política de Estado.

Mientras tanto, la economía cayó en picada. La moneda nacional desapareció y la reemplazó el “sombrerito de oro”: billetes con la cara de Pedro que valían menos que una figurita de Panini. Y si alguien osaba quejarse de las colas interminables, la condena era inmediata: muerte civil por apología a la inflación.

La seguridad tampoco sobrevivió. La policía fue desactivada y sustituida por justicieros populares con fusiles, pasamontañas y ropa de Indiana Jones. La lógica era simple: si el ladrón era aliado, quedaba absuelto como víctima de la desigualdad; si era enemigo, cadena perpetua por agente del imperialismo. Lima terminó convertida en Gotham… pero sin Batman, apenas con Guido Bellido disfrazado de Robin.

La justicia, por su parte, se degradó en feria del escarmiento. Juicios como polladas: rápidos, baratos y con rifas incluidas. El opositor era condenado antes de hablar, el periodista culpable por preguntar y el corrupto con carnet… inocente por decreto. Los tribunales ya no dictaban sentencias: repartían miedo al por mayor.

Ni siquiera la gastronomía quedó a salvo. La comida que no gustaba era declarada neoliberal. Mistura se transformó en una feria de Qali Warma con discursos de Aníbal Torres. Todo terminaba con un trabalenguas de Castillo y las arengas de Betssy Chávez.

El fútbol tampoco escapó. La selección pasó a llamarse “El Once del Pueblo”, dirigida por Vladimir Cerrón. Los jugadores ingresaban marchando, y las victorias quedaron proscritas porque, según el régimen, ganar era un vicio burgués.

Los caviares, en cambio, encontraron por fin su Disneylandia. Las ONG dejaron de ser observadoras para convertirse en ministerios paralelos con presupuestos infinitos. Los opinólogos de café se convirtieron en asesores de Palacio, redactando columnas desde sus residencias en Barranco. Cada abuso del régimen tenía su traducción con jerga sofisticada: “no es represión, es pedagogía democrática”.

Y en el plano internacional, la diplomacia peruana se convirtió en un karaoke revolucionario. En lugar de firmar tratados, se pactaban intercambios de talleres exprés de marxismo. La Cancillería pasó a ser una sucursal del Foro de Sao Paulo, con una sola instrucción: resistir… hasta el ridículo.

Suena caricaturesco, pero no lo es. Esta es la tragedia que Castillo quiso que habitemos. Y lo peor es que este país distópico tenía sus feligreses. Cuidado con esos rebelditos de siempre que conviven con la tentación de imponernos su combos de siempre: bajos estándares, caprichos ideológicos y un viaje de terror. Al final todos terminamos pagando la cuenta.