Hace unas semanas, mi amigo Paco me contó una anécdota que le sucedió en su último viaje a París y que vale la pena narrarles. Resulta que Paco viajó por trabajo a reunirse con unos importantes empresarios franceses. Para halagarlo, lo invitaron a cenar al conocido —por no decir famoso y legendario— restaurante Maxim’s, en la rue Royale, en pleno centro de París, muy cerca del Louvre y del jardín de las Tullerías. Además de agasajarlo, los empresarios le habían comentado que en el Maxim’s ofrecían algunos platos peruanos que se habían hecho famosos en todo el mundo.
Aquella noche, a las ocho en punto, todos estuvieron sentados ante una elegante mesa con una vajilla maravillosa de Limoges y cubiertos de plata. Paco se sentía en un ambiente de finales del XIX o inicios del siglo XX. Solo faltaba que ingresara en algún momento Maurice Chevalier, muy elegante, con frac y capa. Cuando le recomendaron los platillos de comida peruana del menú, Paco pidió un ají de gallina y, de piqueo, una causa rellena y unos choritos a la chalaca. El mismo chef del restaurante los atendía con mucha amabilidad, mientras otro mozo tomaba nota de los platos solicitados.
Todo iba muy bien hasta que uno de los empresarios, Jean Louis, que conocía al chef desde hacía años, le comentó que Paco era peruano y que deseaba probar la calidad y fama de la comida de Maxim’s. Fue en ese momento que el chef empezó a tartamudear, mirando al mozo, que a su vez lo miraba aterrado. Al preguntar Jean Louis si había algún problema, el chef le respondió que lo que les preocupaba sobremanera era que Paco era peruano, y que todos los chefs famosos de París sabían de la fama del buen paladar de los peruanos y de su excelente comida, una de las mejores, si no la mejor del mundo. El mozo, sudando frío, comentó en voz baja al chef que no podían arriesgarse a ofrecerle un plato peruano a Paco y que a este no le gustara: “Señor, estamos poniendo en riesgo el buen prestigio de Maxim’s”, le dijo en francés, comentario que Paco entendió a la perfección gracias a sus excelentes clases de la Alianza Francesa de Miraflores.
Amablemente, Paco tranquilizó al chef y al mozo, indicándoles que no se preocuparan, que estaba seguro de que la comida peruana de Maxim’s sería deliciosa. El asunto fue que, a medida que traían los platos, el chef y varios mozos del restaurante —que ya se habían pasado la voz de que un peruano los visitaba— observaban con ojos desorbitados, atentos a cada bocado que Paco llevaba a la boca y a la expresión que ponía. Paco, que ya se había percatado de esto y que por naturaleza era muy bromista, ponía cara nauseosa o de asco e, incluso, hacía como si le dieran arcadas con cada bocado. Los mozos y el chef no sabían qué hacer ni dónde meterse, pidiendo disculpas a más no poder. Finalmente, Paco les aclaró que todo había sido una broma y que la comida en realidad estaba deliciosa, felicitándolos de todo corazón. Al despedirse, tanto el chef como el mozo le agradecieron a Paco por su visita y le explicaron a él y a los empresarios franceses que los peruanos tienen fama de comer muy bien y de tener un excelente paladar. De allí que, para un chef que se precie, enfrentarse a un comensal peruano exigente en las comidas constituye una prueba de fuego, peor que el más exigente examen de Le Cordon Bleu.
Esta divertida anécdota me hizo recordar el viaje que hicimos mi madre y yo a París a mediados de mayo de 1979, cuando tenía dieciocho años y ella fue invitada a exponer sus óleos en la Maison de l’Amérique Latine. El viaje fue literalmente una odisea: tuvimos que embalar y embarcar en Air France más de treinta óleos enmarcados de regular tamaño. Los trámites aduaneros eran una locura, pero se hicieron. Al llegar al aeropuerto Charles de Gaulle, tuve que hacer acopio de toda mi frescura —por no decir otra palabra— para pasar los treinta cuadros embalados, con rueditas en grandes cajones de madera, sin siquiera mirar al “vista” de aduanas. Pasé impertérrito. Nadie nos detuvo.
Debo mencionar que, además de los cuadros, llevábamos en maletines de mano más de veinte kilos de limones peruanos pequeños y unas diez botellas de excelente pisco peruano, pues mi madre quería ofrecer pisco sour en la inauguración de su exposición. ¿Qué les parece? El día de la inauguración, pocas horas antes, en la casa de unos amigos franceses donde nos alojábamos en París, decidimos preparar el pisco sour. El pequeño detalle era que no existía una sola licuadora, no solo en esa casa, sino en todo París. El señor Barreau, nuestro anfitrión, me explicó que ese era un aparato típico norteamericano que los franceses no utilizaban. Sin embargo, Barreau era amigo del cónsul de Estados Unidos en París, lo llamó y le pidió prestada la licuadora de su esposa, que se la había traído de Boston. Con esa licuadora mi madre preparó de inmediato su famoso pisco sour. Nos pusimos elegantes y lo llevamos a la inauguración.
El éxito fue rotundo, tanto de la exposición como del pisco sour. Había muchos invitados peruanos que en aquel entonces vivían en París, como Alfredo Bryce Echenique y Julio Ramón Ribeyro. A este último lo conocí unos días antes, al entregarle su invitación en la delegación peruana en la Unesco, donde trabajaba. Además de la asistencia del embajador peruano, don Alberto Wagner de Reyna, y todo el cuerpo diplomático peruano, la gran mayoría de invitados eran empresarios, políticos y diplomáticos franceses, así como artistas, escritores, pintores e intelectuales invitados por la institución.
Luego de un par de rondas de piscos sours, el ambiente era efervescente. Los franceses, conocedores de la fama del pisco peruano, no podían dejar de tomarlo ni salir de su asombro, y se lo decían a mi madre, agradeciendo el privilegio de probar tan maravillosa bebida en pleno París. Después de varios discursos y el agradecimiento de mi madre al público por su asistencia, los franceses no dejaron de alabar la bebida. Se vendieron todos los cuadros y, obviamente, se tomó hasta la última gota de pisco sour, con las consecuencias etílicas del caso. Al día siguiente, el diario Le Monde comentó el evento con pisco sour incluido.
Han pasado casi cuarenta y seis años de aquella memorable inauguración. Hoy nuestro pisco es reconocido en todo el mundo con honores, y nuestra comida peruana está entre las mejores del planeta. Cabe mencionar que, en 2007, el pisco sour fue declarado Patrimonio Cultural de la Nación por el entonces Instituto Nacional de Cultura, y se celebra su día el primer sábado de febrero de cada año.
Solo me resta mencionar que mi madre y yo regresamos a Lima muy contentos, ya sin cuadros, sin limones y sin una sola botella de pisco, dejando a los franceses embelesados y felices gracias a nuestro maravilloso pisco sour. De allí que no puedo negar que París, definitivamente, era una fiesta… ¡Ah, la France! ¡Oh, la la!