OpiniónSábado, 30 de agosto de 2025
Santa Rosa y Denise, por Alfredo Gildemeister

Tendría unos once años cuando, un buen día, tocó la puerta de mi casa una mujer de apariencia humilde, de unos veinticinco años aproximadamente, de contextura delgada, vestida con sencillez y buen gusto. Traía blusa, falda y una chompita azul. Era una mujer bajita, de cabello negro, lacio y corto, a la altura del cuello, piel cobriza, rostro fino y perfilado, con ojos oscuros que, tras unos lentes redondos a lo Lennon, dejaban ver una mirada penetrante. Luego de mirarme, sonrió y preguntó por mi mamá. A los pocos minutos apareció mi madre, quien la hizo pasar a la sala. Yo me quedé un poco rezagado para ver de qué iba todo aquello y quién era esa mujer. Conversaron unos veinte minutos. Luego, la mujer sonrió, se despidió y se fue.

Al acercarme a mi mamá, me comentó que la mujer se llamaba Denise —así, con “e” al final, como en francés— y me anunció que trabajaría en nuestra casa a partir del día siguiente. Nos pidió que la tratáramos con respeto y consideración, pues era muy buena y valiosa. Ella se encargaría de cuidarnos a mis hermanos y a mí. En esos años, mis dos hermanos menores tenían nueve y siete años, y yo, con once, era el mayor. Éramos tres niños de lo más traviesos e inquietos. Ya vería Denise a quiénes se tendría que enfrentar.

Efectivamente, al día siguiente, muy temprano, llegó Denise con una maleta de tamaño regular. Mi madre la condujo a su habitación en el tercer piso, le mostró los ambientes de la casa y, luego de un rato, nos la presentó formalmente. Nos saludó cordial y educadamente. Su voz era clara, pero muy bajita. Mi madre le explicó los quehaceres relacionados con nosotros. Denise se fue a su cuarto para instalarse, desempacar su maleta y acomodar sus pertenencias. Mis hermanos y yo, sin que se diera cuenta, la seguimos y la espiábamos mientras ordenaba sus cosas.

Lo primero que sacó fue una pequeña estatua de Santa Rosa de Lima. La colocó encima de la cómoda y, de algún lugar, sacó también un florerito en el que puso una rosa. Era una imagen pequeña, pero hermosa, que reflejaba con claridad la santidad del rostro de Santa Rosa, con unos ojos que parecían mirarte. Después continuó sacando ropa y acomodándola en los cajones. Fue entonces cuando habló:

—Como habrán visto, niños, Santa Rosa es una santa muy hermosa. Yo le tengo mucha devoción y le estoy haciendo una petición que no se las puedo contar todavía, pero espero que algún día ella me la conceda. Ese día ya se las podré decir.

Los tres ingresamos a la habitación. ¿Cómo se había dado cuenta de que la espiábamos? Luego nos comenzó a contar la vida de Santa Rosa: la pequeña ermita en su casa, el pozo, su vida como terciaria dominica. “Se hizo monja”, nos aclaró. Ahí entendimos. Después nos mandó a jugar mientras ella empezaba su trabajo en la casa.

Denise hacía su labor muy bien. Ordenaba nuestra habitación, nos hacía estudiar y velaba porque comiéramos todo y de todo. Con su voz dulce y bajita lograba hacerse obedecer. Nosotros, por nuestra parte, decidimos ponerla a prueba y empezamos a hacerle mil y una travesuras. Por ejemplo, nos metíamos a su cuarto para esconderle su ropa, zapatos y blusas. Ella, al darse cuenta, los buscaba en silencio hasta encontrarlos, sin decirnos nada.

Ante esa reacción, intentamos una “huelga de hambre”: no comíamos lo que nos servía. Ella simplemente dejaba la comida en la mesa y se iba a hacer otras cosas. Obviamente, a las dos horas nos moríamos de hambre y terminábamos comiendo la comida ya fría. En esas épocas no existía el microondas. En otra ocasión, mientras ella descansaba un rato después del almuerzo —luego descubrimos que rezaba a la estatua de Santa Rosa— nosotros hacíamos bulla con las tapas de las ollas, usándolas como platillos. Nunca salió a callarnos. Solo continuaba con su trabajo. Al final, después de muchas travesuras, nos dimos por vencidos.

Una tarde nos preguntó si queríamos rezarle a Santa Rosa. Aceptamos más por curiosidad que por devoción. Nos llevó a su cuarto, nos pusimos delante de la estatua, y ella se arrodilló. Con sus propias palabras, agradeció a Santa Rosa por haberle dado paciencia con nosotros, por habernos conocido y pidió por cada uno. Los tres nos quedamos mudos, agachamos la cabeza y salimos calladitos. Nunca más le hicimos una travesura. Se ganó nuestro cariño y respeto a punta de humildad y trabajo bien hecho. Permaneció en nuestra casa varios años, hasta que un buen día se despidió. Solo nos dijo que tenía algo muy importante que hacer y que ya nos enteraríamos.

Habrían pasado unos quince años cuando, a mis veinticinco, un día sonó el timbre. Me tocó abrir y me encontré con una monjita bajita, con hábito marrón claro hasta el suelo, una correa de soga blanca a la cintura y toca blanca que cubría su cabeza. Los anteojos a lo Lennon eran inconfundibles. ¡Era Denise!

—Buenos días, señor Alfredo, ¿se acuerda de mí? —me preguntó con su vocecita dulce.

Por supuesto que la reconocí. Llamé a mi madre y a mis hermanos, que tampoco lo podían creer. Denise se había convertido en monja misionera. Ahora era la hermana Dionisia. La hicimos pasar y nos entregó obsequios: a mí me regaló una Biblia de Jerusalén de bolsillo, un Nuevo Testamento y una revista con hermosas fotos a todo color de San Juan Pablo II, que aún era Papa. Aún conservo esos regalos con cariño.

Después nos preguntó:

—¿Recuerdan que les dije que le hice una petición a Santa Rosa y que no se las podía contar? Bueno, pues ya me la concedió. Ahora soy religiosa misionera, estoy feliz y muy agradecida a Santa Rosa.

Nos alegramos mucho viéndola tan plena en su vocación. Mis hermanos y yo le pedimos disculpas por las travesuras de la infancia. Ella sonrió y nos dijo simplemente que Santa Rosa “sabe lo que hace”.

Nos contó que partía a misión en Pasto, Colombia. Con humildad, se despidió. Nos dijo que nos escribiría, y cumplió: durante varios años mantuvo correspondencia con mi madre y rezaba mucho por nosotros. Nos visitó un par de veces más antes de marcharse nuevamente a una misión. Nunca más supimos de ella.

Vayan estas líneas en recuerdo y agradecimiento por Denise y su gran devoción a esa gran santa que es Santa Rosa.