OpiniónMartes, 29 de noviembre de 2022
El mal del siglo, por Tony Tafur
Tony Tafur
Periodista de El Reporte

No es una novedad que la ciudadanía, en su filia por la sobrecomunicación, no dimensione cuánto expone de su fuero interno. Aunque se note en algunas plataformas la restauracion de ciertos extremismos y de ciertas inocencias, si se hace una revisión transversal no resulta tan difícil identificar la inevitable asunción de la apolítica. En esta ocasión, sin embargo, no me refiero a su versión tradicional —la de no querer saber nada de la política o no creer en ella o considerarla inútil— sino una postiza, o en todo caso no la que tiene una típica carga de escepticismo o desinterés sino una con un claro rasgo disociativo: no solo se exhiben contemplativos y desvoluntados ante los hechos punibles como la corrupción o más, sino que incluso pueden llegar a diseñar realidades alternativas.

Me he topado, por ejemplo, con personas, sobre todo en Twitter y me ciño al terreno político, a las que les gusta pensar que las dolencias de nuestro país, como un organismo vivo que nos refleja, tienen procedencia metafísicas —es decir que no hay en realidad un origen, que está ahí y ya; es decir que no hay forma de determinar qué curar o qué amputar—, y que todos convivimos con la fatalista idea de que fuimos arrojados a este tragicómico guion predeterminado —en el que predomina la más alta pasividad—. Este mal tal vez sea anacrónico, pero estoy seguro que se acentuó con los nuevos tiempos. Es como autoexonerarse de los claroscuros de la vida misma, lo cual es renunciar al casi axiomático eslogan paulasteriano: sin tedio no hay gozo.

Pero es que claro, no es que haya exactamente “gozo” en reconocer cuáles son las falencias, en este caso, del panorama político, porque de ahí aflora nuestra espiral actual, la que no presagiaron los votantes ausentes de las últimas elecciones presidenciales-congresales. No es que uno pueda experimentar satisfacción al radiografiar a nuestra representación política hasta identificar culpabilidades: tener un Ejecutivo que llegó con promesas sin garantías, y al que ahora se le perla la frente porque sus entresijos ganan nitidez; y del otro lado al Congreso, una fuerza que por algunos elementos desarrolla complicidad, que aletarga su licencia para la profilaxis institucional, lo que incluso colinda con la despotricante mirada que tenía sobre ellos Manuel Gonzáles Prada: “Se piensa que nuestros legisladores suelen amanecer oposicionistas y anochecer ministeriales”. ¿Frente a esto es válida la expectación paralela?

No hay ninguna excusa para que nuestros congéneres de carne y hueso —si es que no llegaron ya a una autopercepción de corte astral— renuncien a la realidad con la drasticidad de un reduccionista que le teme a la profundidad, de un sacramentólogo que superpone una línea recta y así un largo etcétera. No se trata ni siquiera de ideologizarse sino de tener sentido común. Se trata de reunificarse, romper los votos con el marasmo, y ya no representar más esas proposiciones escisivas —como la de “alguien con poder adquisitivo no puede ser una buena persona” o la de “alguien que no lo tiene, no tiene derecho a nada”—. Somos el país de todas las sangres.

Esa versión de la apolítica citada líneas arriba es, al menos para mí, el mal del siglo. Porque se han dado tantos eventos nocivos a escala local e internacional que probablemente ya estamos rozando la ficcionalización para no rendir cuentas ni con nosotros mismos. Y no hay nada más loable que reconectarse con nuestro entorno y salir a defender este perímetro planetario donde cada día la situación es más complicada y que necesita de ciudadanos que recuerden su grado de responsabilidad, que esten activos en todos los frentes.

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